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Archive forJanuary, 2023

Octubre de 2016, Croydon

Maggie giró la llave y se dio cuenta de que no estaba puesto el cerrojo. El primer ladrón que pasara por ahí habría tardado menos que ella en entrar en la casa. Cuántas veces le había suplicado a nuestro padre que cerrara la puerta con dos vueltas de llave cuando salía. Pero él le contestaba invariablemente que llevaba allí toda la vida y nunca le habían robado nada.

Colgó su abrigo en el perchero y recorrió el pasillo. Era inútil explorar la cocina, su madre nunca habría escondido nada en la habitación preferida de su padre. Perezosa como era, se dijo que la cosa no iba a ser fácil y que era mejor renunciar: ¿para qué perder el tiempo en una búsqueda que no tenía ningún sentido? Distraída, pensó en el dormitorio, el cuarto de baño, el armario ropero —buscaría primero allí, quizá descubriera una trampilla o un doble fondo—; pensó también que al marcharse tendría que dejar la cerradura tal y como la había encontrado si no quería que su padre se enterara de que había ido a su casa a escondidas. De todas formas, le daría unas palmaditas en el hombro con su aire afable, diciendo: «Maggie, ves el mal en todas partes.

Y, cuando una mano se posó sobre su hombro, precisamente, dio un grito y se volvió. Papá la estaba mirando, con los ojos como platos.

—¿Qué haces aquí, y por qué no has llamado al timbre? —le preguntó, extrañado.

—Pues… —farfulló ella.

—¿Pues?

—Pensaba que hoy comías con Elby.

—Yo también lo pensaba, y de hecho debía hacerlo, pero el Austin se ha puesto caprichoso y no ha querido arrancar. Voy a tener que llevarlo al taller a ver qué le pasa al motor.

—Pues podría haberme avisado —se quejó Maggie.

—¿Mi Austin?

—¡Elby!

—¿Querías que te avisara de que mi coche estaba estropeado? —Se rio con ganas—. Deja de reprocharle cosas a tu hermana todo el rato, no me gusta nada que os peleéis. Llevo treinta años esperando a que os decidáis por fin a ser adultas. Y ten por seguro que le digo lo mismo a ella cada vez que…

—¿Cada vez que qué?

—Nada… —suspiró papá—. Y ahora, ¿piensas decirme a qué has venido?

—Pues… estaba buscando unos papeles.

—Ven, vamos a hablar en la cocina, iba a prepararme un bocadillo y, mira, al final este día que se había estropeado se va a arreglar pues voy a poder comer de todos modos con una de mis hijas. Y, por favor, no se lo digas a tu hermana, es capaz de pensar que le he mentido con lo del coche para verte a ti en su lugar, y ahí ya… ahí ya… —repitió papá levantando los brazos al cielo como si el techo fuera a derrumbársele encima—, tendríamos el drama del siglo.

Abrió el frigorífico, sacó lo necesario para improvisar lo más parecido a un almuerzo y le pidió a Maggie que pusiera la mesa.

—Bueno, ¿qué te pasa, hija? Si necesitas algo de dinero, dímelo. ¿Estás sin un céntimo?

—No, no me pasa nada, es solo que necesitaba encontrar… una partida de nacimiento.

Se preguntó cómo se le había ocurrido esa mentira precisamente.

—¡Ajá! —exclamó papá, radiante de alegría.

—Ajá ¿qué? —preguntó Maggie con toda tranquilidad.

—Piensa un poco, vienes a buscar una partida de nacimiento, que no puede esperar. Me imagino que habrás calculado que saldría del restaurante en el que debía almorzar con Elby hacia las 14:30, y el tiempo que me pasaría en la carretera con los dichosos atascos. Con todos los millones que se gastan nuestros políticos desde hace decenios, todavía no han dado con la manera de resolver nuestros problemas de circulación… ¡en el siglo XXI! Si por mí fuera, estos ineptos tendrían que irse todos al paro.

—Papá, te repites un poco, ¿eh?

—En absoluto, no me repito, reitero mi opinión. Bueno, pero no cambies de tema. Total, que has deducido que no volvería a casa antes de las cuatro y que sería demasiado tarde, y por eso has venido.

Maggie, que no comprendía una palabra del razonamiento de nuestro padre, prefirió callarse.

—¡Ajá! —repitió este.

Con los codos sobre la mesa, Maggie hundió la cabeza entre las manos.

—A veces, cuando hablo contigo, me siento como transportada a un episodio de los Monthy Python —dijo.

—Pues, hija mía, si pretendías que eso fuera una pulla, te ha salido el tiro por la culata, porque me lo pienso tomar como un cumplido. Y me da pena que creas que no me he dado cuenta de lo que estás buscando. El ayuntamiento cierra a las cuatro, ¿verdad? —añadió papá guiñándole un ojo.

—Puede ser, pero según tú, ¿para qué se supone que iría yo al ayuntamiento?

—Está bien, pongamos que estés redecorando tu apartamento y que estés tan contenta con tu vida, tan agradecida de haber nacido, que quieras colgar de la pared de tu salón tu partida de nacimiento. ¡Sería de lo más lógico! Bueno, basta de bromas, reconozco que fui algo torpe al hablar de tu boda delante de tus hermanos, y te pido perdón por ello, pero ahora que estamos solos, me lo puedes contar tranquilamente. Porque siempre me has contado tus cosas a mí primero, ¿verdad?

—Pero si no tengo ninguna gana de casarme, es algo que ni siquiera se me ha ocurrido, te lo juro, papá, quítate esa idea de la cabeza.

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Octubre de 1980, Baltimore

Y fue en ese restaurante, rodeadas por un grupo de amigos tan achispados como ellas, donde empezaron a trazar, en el mantel de papel, las líneas generales de su proyecto. Primero, las de la sala de redacción. Rhonda, la mayor del grupo, de la que se decía que se había codeado con los Panteras Negras antes de sentar cabeza, trabajaba en el departamento de contabilidad de Procter&Gamble. Les ofreció su experiencia y empezó a establecer las bases de una cuenta de resultados. Elaboró una lista de los puestos que había que cubrir así como una escala salarial, calculó los presupuestos necesarios de alquiler, consumibles y gastos de investigación. Prometió informarse lo antes posible sobre los costes de papel, imprenta, suministros y acerca del margen que había que conceder a distribuidores y vendedores. A cambio de sus servicios, estaba claro que obtendría el puesto de directora financiera.

—Suponiendo que pudierais reunir el capital necesario, que lo dudo, nadie querrá imprimir vuestro periódico —intervino Keith—, y mucho menos venderlo. Un periódico de escándalos escrito por mujeres, os veo muy optimistas.

Keith era un chico alto y corpulento, de facciones angulosas, mandíbula prominente y unos ojos de un azul ardiente. Sally-Anne lo encontraba guapo y había flirteado con él unas semanas. Keith habría hecho cualquier cosa por ella con tal de poder compartir su cama. Tras su caparazón robusto se escondía un amante dócil de suaves manos, tenía todo para gustarle. Pero por muy buen amante que fuera, Sally-Anne no se ataba a ningún hombre, y seis semanas bastaron para que se aburriera de él. A May le gustaba Keith, y Sally-Anne lo sabía. Esa rivalidad podría haber amenazado su amistad, pero a veces se preguntaba si no se había apartado de él precisamente para dejarle a May el campo libre. «Te lo regalo», proclamó una mañana, tras despedirse de él. May se negaba a salir con Keith después de ella, pero Sally-Anne la sermoneó: «Disfruta de lo bueno allí donde esté y sobre todo cuando se te presente. Ya reflexionarás después. Créeme, los que hacen lo contrario se aburren tanto como aburren a los demás», concluyó, antes de ir a ducharse.

Por su lado, May concluyó que la gente no se deshacía de su arrogancia así como así, por muy rebelde que se autoproclamara.

Desde entonces, cada vez que su mirada se cruzaba con la de Keith, se imponía la turbación que sentía al pensar en los revolcones que Sally le había relatado a veces. Sin embargo, esa noche le replicó con un comentario cortante.

—El capital ya lo encontraremos, y cuando leas el periódico, apoltronado en tu sillón, ya verás como vas menos de listo.

La frase hizo reír a los presentes. Hasta entonces nadie se había atrevido nunca a humillar al guaperas en público. Sally-Anne fue la primera sorprendida. Para asombro de todos, Keith se levantó, rodeó la mesa para inclinarse sobre May y le pidió disculpas.

—Estaré entre vuestros primeros suscriptores, cuenta con ello.

Keith era ebanista y tenía un sueldo modesto que le bastaba para vivir pero poco más. Se llevó la mano al bolsillo del vaquero y sacó un billete de diez dólares, que en 1980 era bastante dinero, y se lo dejó delante. «Con esto alcanza para comprar algunas acciones de vuestro periódico», añadió, y salió del restaurante ante las miradas estupefactas del grupo de amigos. Miradas que a May le traían sin cuidado cuando echó a correr tras él, con los diez dólares en la mano. Ya en la calle gritó su nombre.

—¿Te crees que con esto te puedes convertir en accionista? Apenas alcanza para que te compres los primeros números.

—Entonces considéralo un anticipo sobre mi suscripción.

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Octubre de 1980, Baltimore

Sally-Anne sabía de lo que hablaba. Conocía bien a la gente de su entorno, esa gente a la que la vida se lo había dado todo. Aquellos que, por su rango, reciben sin tener que mover un dedo lo que otros reclaman, gozan de aquello que otros solo sueñan alcanzar. Esos clanes a los que sus propios miembros, seguros de su superioridad, desprecian para suscitar mejor la envidia y la admiración. Rechazar para seducir y hacerse desear, ¿hay algo más malicioso que eso? Para no seguir siendo como ellos, Sally-Anne había cambiado de vida, de barrio, de apariencia, hasta el punto de sacrificar su bonita cabellera y adoptar un peinado masculino. El ambiente de la época olía a libertad, Sally-Anne dejó de abrazar a los chicos para abrazar nobles causas. Su país, que se jactaba de ser el de las libertades, había practicado la esclavitud y posteriormente la segregación, y dieciséis años después de la promulgación de las leyes de 1964, las mentalidades apenas habían evolucionado. Después de los negros, ahora les tocaba a las mujeres luchar por sus derechos, y tenían lucha para rato. Sally-Anne y May, empleadas de un gran periódico, eran soldados ejemplares de esa lucha. Documentalistas ambas, habían alcanzado la cúspide de la escala jerárquica para las mujeres que trabajaban en ese ámbito. Pero si solo eran documentalistas y recibían una remuneración acorde con esa función, ¿por qué escribían la mayoría de los artículos que unos hombres arrogantes se contentaban con leer antes de firmar? May era la mejor de las dos. Tenía un don para descubrir temas polémicos. Esos que arrollaban los privilegios y denunciaban la lentitud del poder a la hora de llevar a cabo las reformas prometidas. Dos meses antes se habían interesado por los grupos de presión que sobornaban a senadores para frenar su celo de promulgar leyes contra la corrupción o la toxicidad, que las industrias pasaban por alto para optimizar sus beneficios, contra el tráfico de armas, más rentable que la escolarización de los niños de familias desfavorecidas, contra la reforma de una justicia que de justa solo tenía el nombre. En sus horas libres había llevado a cabo una magnífica investigación, desplazándose a una ciudad donde una empresa minera contaminaba alegremente el depósito de agua vertiendo sin reparos plomo y nitratos en el río que lo alimentaba. Los dirigentes lo sabían, al igual que el consejo de administración de la compañía, el alcalde y el gobernador, pero todos ellos eran accionistas o se beneficiaban de los favores de esta empresa. May había recopilado numerosas pruebas de estos hechos, sus causas y sus consecuencias sobre la salud pública, las infracciones a las normas de seguridad más evidentes y la corrupción generalizada, que gangrenaba a los gerifaltes del municipio y del Estado. Pero, tras leer su artículo, su redactor jefe le rogó que en el futuro se limitara a las investigaciones que el periódico le encargara expresamente. Arrojó su artículo a la papelera y le pidió que le trajera un café, sin olvidar el azucarillo.

May se tragó las lágrimas, negándose a someterse. Contrariamente al dicho, el plato de la venganza no se sirve frío sino tibio. Frío ya no tiene ningún interés, le había dicho Sally-Anne para consolarla una noche, al final de la primavera, en la que, en un modesto restaurante italiano, había nacido el proyecto que cambiaría el curso de sus vidas.

—Vamos a fundar un periódico de investigación que no esté sometido a ninguna censura, donde se pueda escribir sobre todas las verdades —lanzó Sally-Anne.

Y, como los amigos que cenaban con ellas no le prestaron demasiada atención, May, que estaba algo más que achispada, no dudó en subirse a la mesa para reclamar silencio.

—Las redactoras serán exclusivamente mujeres —añadió levantando su copa—. Los hombres no podrán acceder a más funciones que las de secretarios, recepcionistas o, como mucho, documentalistas.

—En el fondo eso sería alimentar el mal que queremos combatir —se opuso Sally-Anne—. Tenemos que contratar a las personas en función de sus aptitudes, sin prejuicios de sexo, color de piel o religión.

—Tienes razón, y hasta podríamos proponerle a Sammy Davis Jr. que formara parte del consejo de administración.

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