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Archive forApril, 2023

Junio a septiembre de 1980, Baltimore

Keith no había tenido una infancia desahogada, y eso le había enseñado a apañárselas. El primer domingo que le dedicó al loft, se esforzó por tirar un cable del disyuntor principal, y esa misma noche consiguió conectarlo, a costa de una peligrosa escalada, a los bornes del transformador situado en lo alto de un poste eléctrico que se erguía delante de una de las ventanas. La operación le llevó el día entero, pero el almacén volvía a tener electricidad.

Los días siguientes iba al loft al salir de trabajar, y también le dedicó el fin de semana entero. Al cabo de una semana, esa obra se había convertido para él en un reto. Empezó por reparar el parqué para que algún día pudieran instalarse escritorios encima, arregló los marcos de las ventanas con trozos de madera que cogía del taller donde trabajaba y cargaba en su camioneta. A su jefe no le pasó inadvertido su tejemaneje, y si no hubiera sido tan buen ebanista, seguramente lo habría despedido. Al concluir la primera semana

entró por fin en razón y, ante la magnitud de la tarea, reconoció que nunca podría terminarla él solo. A cambio de unas cuantas comilonas costeadas por las dos chicas, consiguió movilizar a varios amigos que trabajaban en la construcción. Aprendices de fontanero, albañil, pintor y cerrajero fueron a ocuparse de la caldera y las cañerías, de los radiadores de hierro que había que purgar, de las paredes decrépitas y de la herrumbre que cubría todas las superficies metálicas. May y Sally-Anne no se quedaban de brazos cruzados. Ellas también lijaban, atornillaban y pintaban, cuando no daban de comer y de beber a la cuadrilla constituida por Keith.

El ambiente era efervescente, pero entre ellos tres se estableció un sutil juego de seducción. Una de las chicas era experta en la materia, la otra era sincera, y Keith ya no sabía qué pensar.

May lo encontraba encantador. Espiaba todos sus gestos, a la espera de que necesitara ayuda, y se las agenciaba para estar cerca en el momento oportuno. Cuando intercambiaban algunas palabras, él clavando clavos en el parqué y ella lijando a su lado, descubría que su conversación era tan interesante como su físico. Pero la mirada de Keith siempre volvía a posarse en Sally-Anne, la cual, hábil calculadora, se mantenía a distancia. May acabó por sospechar que solo las ayudaba para reconquistarla y se guardó sus sentimientos.

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Junio a septiembre de 1980, Baltimore

Desde el anuncio aquella noche de borrachera, al final de la primavera, May y Sally-Anne se entregaron en cuerpo y alma a la creación de su periódico. Le dedicaron el verano entero y solo se permitieron un domingo en la playa.

Antes de nada tenían que encontrarle un nombre. May fue la primera en proponer uno. Se le ocurrió la idea viendo a Robert Stack encarnar el papel de Eliot Ness en un episodio de The Untouchables que volvían a poner por televisión. La cadena ABC retransmitía regularmente en su programación esta serie, aunque se había quedado un poco anticuada.

Sally pensó en un primer momento que se trataba de una broma. La sugerencia de May era ridículamente pretenciosa, por no hablar de los dudosos juegos de palabras a los que daría pie ese nombre por parte de los hombres. Un periódico dirigido por mujeres no podía llamarse Las Intocables.

Una tarde de julio especialmente calurosa, Sally-Anne admiraba la musculatura de Keith, que había acudido a ayudarlas: en un almacén abandonado de la zona de los muelles, esta había encontrado un loft en pésimo estado que, según ella, solo requería una buena mano de pintura para recuperar todo su esplendor.

Tras un minucioso examen del lugar, Keith le aseguró lo contrario, y se asombró de los escasos medios de los que disponían para llevar a cabo su proyecto, porque la familia de Sally-Anne, sin embargo, era gente adinerada.

Ignoraba que, tras sus aires de seductora, Sally-Anne tenía una rectitud incontestable. No había necesitado llegar a la adolescencia para entender que era diferente. Compartió con Keith y con May un recuerdo de juventud. Un día le declaró a uno de sus profesores que probablemente era un error de nacimiento, pues no veía que tuviera nada en común con su padre, y menos todavía con su madre. El profesor sermoneó a esa joven insolente que se permitía juzgar a unos padres tan a menudo erigidos como modelo de éxito. El único éxito que Sally-Anne les reconocía era el de haber sabido gestionar aquello que habían heredado, aunque a costa de numerosos embustes y compromisos.

Al suscitar ese recuerdo, Keith puso de acuerdo a las dos chicas. No le deberían nada a nadie, su periódico se llamaría The Independent.

—Muy bonito este loft pero, sin medios, ¡el trabajo será titánico! — exclamó Keith—. El salitre ha corroído las ventanas, el parqué tiene tantos agujeros y tan grandes que me cabría la mano en cualquiera de ellos. Volver a poner en marcha la caldera será dificilísimo, y el edificio lleva años y años sin corriente eléctrica.

—Solo conozco dos tipos de hombres —le replicó Sally-Anne—, los que tienen problemas y los que los resuelven.

Sally-Anne había aprendido a dejar a un lado su rectitud en caso de necesidad, y a menudo los hombres no eran para ella más que una necesidad. Keith había caído en una trampa tan burda que May había estado a punto de acudir en su auxilio. No lo hizo, y él se dedicó a reformar el loft con un fervor admirable.

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Octubre de 2016, Croydon

Michel se bebió de un trago el resto del té y dejó la taza sobre el platillo. Le temblaba ligeramente la mano y balanceaba la cabeza con la mirada perdida. Le acaricié la nuca e interrumpí la crisis con una sola frase.

—No tienes que decirnos nada ahora mismo. Estoy segura de que mamá habría querido que te tomaras tu tiempo para pensarlo. Y sé que por eso mismo confió en ti. ¿Quieres un último bollo?

—No creo que sea muy razonable pero, por qué no, para una vez que estamos los tres juntos.

Estaba decidida a no levantarme, Maggie se dignó acercarse a la barra y pagó el bollo. Dejó el plato delante de Michel y volvió a sentarse.

—No hablemos más de eso —dijo con voz calmada—. ¿Por qué no nos cuentas cómo es un día normal de trabajo para ti?

—Mis días de trabajo son todos iguales.

—Pues elige uno en concreto.

—¿Te entiendes bien con la directora? —intervine yo.

Michel levantó la mirada.

—Es otra de vuestras maneras de hablar, ¿no?

—No, no era más que una pregunta —contesté.

—Sí, nos entendemos muy bien, lo cual es normal, porque los dos hablamos el mismo idioma. Bueno, susurramos el mismo idioma, porque en la biblioteca no se habla, se susurra.

—Ya me he fijado, sí.

—Entonces sabrás que nos entendemos bien.

—Yo creo que te aprecia mucho. Maggie, deja de mirarme así, puedo hablar con mi hermano sin que vigiles cada una de mis frases.

—¿Vais a discutir? —preguntó Michel.

—No, hoy no —lo tranquilizó Maggie.

—Lo que me fascina de vosotras —prosiguió Michel cogiendo una servilleta de papel para limpiarse los labios— es que por lo general lo que os decís no tiene ningún sentido. Y, sin embargo, cuando no discutís os comprendéis mejor que la mayoría de la gente a la que observo. De lo que deduzco que también vosotras habláis el mismo idioma. Espero haber contestado así a la verdadera pregunta que me hacías, Elby.

—Yo también lo creo. Si alguna vez necesitas consejo femenino, aquí estoy.

—No, ya no sueles estar aquí, Elby, pero, a diferencia de mamá, al menos vuelves de vez en cuando. Eso es tranquilizador.

—Esta vez creo que voy a quedarme más tiempo.

—Hasta que tu revista te mande a un país lejano a estudiar a las jirafas.

¿Por qué te interesa más la gente a la que no conoces que tu propia familia?

A otro hombre que mi hermano quizá le hubiera dicho la verdad. Quise marcharme a descubrir el mundo para encontrar la esperanza que me faltaba a los veinte años, para huir del miedo de ver mi vida trazada ya de antemano hasta el más mínimo detalle, una vida que se habría parecido a la de mi madre, a aquella que mi hermana se resignaba a tener. Había necesitado alejarme de mi familia para seguir queriéndola. Porque, pese a todo el amor recibido, me asfixiaba en ese barrio residencial de Londres.

—Me fascinaba la diversidad humana —le contesté—. Me marché en busca de todas esas diferencias. ¿Comprendes?

—No, no es muy lógico. Visto que yo no soy como los demás, ¿por qué no he bastado para ofrecerte lo que buscabas?

—Tú no eres diferente, Michel, somos mellizos, y eres la persona de la que más cerca me siento.

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