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Me llamo Donovan

Puede que os suene mi nombre. Mis padres eran fans de los Beatles.

Eleanor Rigby es el título de una canción escrita por Paul McCartney.

Mi padre odia que le diga que su juventud transcurrió en el siglo pasado, pero en la década de 1960, los forofos de la música rock se dividían en dos categorías: Rolling Stones o Beatles. Por una razón que no comprendo, era inconcebible que te gustaran los dos grupos.

Mis padres tenían diecisiete años cuando flirtearon por primera vez, en un pub londinense cerca de Abbey Road. Toda la sala coreaba All you need is love, con los ojos fijos en una pantalla de televisión en la que se retransmitía vía satélite un concierto de los Beatles. Setecientos millones de telespectadores los acompañaban en su enamoramiento, lo que bastaría para hacer inolvidable el principio de su relación. Y eso que se perdieron de vista unos años más tarde. Pero, como la vida está llena de sorpresas, volvieron a encontrarse en circunstancias bastante cómicas, a punto de cumplir los treinta. Yo fui concebida trece años después de su primer beso. Se tomaron su tiempo.

Y como da la casualidad de que mi padre tiene un sentido del humor que apenas conoce límites se cuenta en la familia que fue esta virtud la que cautivó a mi madre, cuando fue a registrar mi partida de nacimiento, decidió llamarme Eleanor-Rigby.

Era la canción que escuchábamos sin parar mientras te inventábamos me contó un día para justificarse. Un detalle que no me apetecía en absoluto conocer, de una situación que me apetecía aún menos imaginar. Podría decir que mi infancia fue difícil; pero no sería verdad, y yo nunca he sabido mentir. La mía es una familia disfuncional, como lo son todas. También aquí hay dos categorías: las que lo reconocen y las que hacen como si nada.

Disfuncional pero alegre, a veces casi demasiado. En casa es imposible decir nada en tono serio sin ser objeto de burla. Hay una voluntad absoluta de no tomarse nada a pecho, ni siquiera lo que puede acarrear graves consecuencias.

Y he de reconocer que con frecuencia esto me ha enfurecido. Mis padres a menudo se han achacado mutuamente esa pizca de locura que siempre ha estado presente en nuestras conversaciones, nuestras comidas, nuestras veladas, mi infancia, la de mi hermano (nació veinte minutos antes que yo) y la de Maggie, mi hermana pequeña.

Maggie —séptima canción de la cara A del álbum Let it be—, tiene un corazón como una casa, un carácter que para qué y un egoísmo sin límites cuando se trata de las pequeñas cosas cotidianas. No son cosas incompatibles.

Si tienes un problema de verdad, ahí estará siempre Maggie. Si son las cuatro de la mañana y te niegas a montarte en el coche de dos amigos demasiado borrachos para conducir, le cogerá a papá las llaves de su Austin e irá en pijama a buscarte a la otra punta de la ciudad, y de paso dejará en su casa a los dos amigos después de echarles una buena bronca, aunque sean dos años mayores que ella. Pero intenta robarle una tostada del plato durante el desayuno y te dolerán los brazos durante días; tampoco esperes que te deje un poco de leche en el frigorífico. Por qué mis padres la trataron siempre como a una princesa sigue siendo para mí un misterio. Mamá le tenía una admiración enfermiza, su benjamina estaba destinada a hacer grandes cosas. Maggie sería médico o abogada, o incluso ambas cosas, salvaría a viudas y huérfanos, erradicaría el hambre en el mundo… Resumiendo, que era la niña mimada, y toda la familia tenía que velar por su futuro.

Mi hermano mellizo se llama Michel —séptima canción de la cara A de Rubber Soul, aunque en el disco en cuestión el nombre está en femenino—. El ginecólogo no le vio la colita en la ecografía. Según parece estábamos demasiado pegados el uno al otro. Errare humanum est. Gran sorpresa en el momento del parto. Pero el nombre estaba elegido, y ya no se cambiaba. Papá se contentó con quitarle una ele y una e, y mi hermano pasó los primeros tres años de su vida en una habitación con las paredes pintadas de rosa y un friso en el que Alicia corría persiguiendo conejos. La miopía de un ginecólogo puede tener consecuencias insospechadas.

Algunas personas tan bien educadas como hipócritas os dirán en tono cohibido que Michel es un poco especial. Los prejuicios son una cualidad inherente a la gente convencida de que lo sabe todo de todo. Michel vive en un mundo que no conoce la violencia, la mezquindad, la hipocresía, la injusticia ni la maldad. Un mundo desordenado para los médicos, pero donde, para él, cada cosa y cada idea tienen su sitio; un mundo tan espontáneo y sincero que me lleva a pensar que quizá los especiales, por no decir anormales, seamos nosotros. Esos mismos médicos nunca han sido capaces de saber a ciencia cierta si tenía el síndrome de Asperger o si, sencillamente, era diferente. No es nada sencillo en realidad, pero Michel es un hombre de una dulzura increíble, sensato como él solo, y una fuente inagotable de ataques de risa. Así como yo no sé mentir, Michel, en cambio, es incapaz de no decir lo que piensa en el momento en que lo piensa. A los cuatro años, cuando por fin se decidió a hablar, haciendo cola ante la caja del supermercado le preguntó a una señora en silla de ruedas que dónde había encontrado esa carroza. Mamá, anonadada al oírlo por fin pronunciar una frase construida, primero lo abrazó y lo llenó de besos, y luego se puso como un tomate. Y la cosa no había hecho más que empezar…

Mis padres se amaron desde la noche en que se reencontraron. Hubo entre ellos frías mañanas de invierno, como en todas las parejas, pero siempre se reconciliaron, se respetaron y sobre todo se admiraron mutuamente. Un día, al poco de separarme del hombre del que pese a todo seguía enamorada, cuando les pregunté cómo habían conseguido quererse toda la vida, mi padre me contestó: «Una historia de amor es el encuentro entre dos personas dispuestas a dar, dar y dar».

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