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Octubre de 1980, Baltimore

La moto subía la ladera de la colina. Cada vez que Sally-Anne aceleraba, la rueda trasera salpicaba barro. Unas cuantas curvas más y se vería la casa. May no tardó en divisar a lo lejos las elegantes verjas negras, rematadas en puntas de metal labrado, que protegían la propiedad de los Stanfield. Cuanto más se acercaban, más fuerte se agarraba May a la cintura de Sally-Anne, y lo hizo con tanta fuerza que esta se rio, gritándole al viento:

—Yo también tengo miedo, pero por eso mismo es tan estimulante esta aventura.

El ronroneo del motor de la Triumph era demasiado potente para que May oyera la frase entera, solo le llegaron las palabras «miedo» y «estimulante», y eso era exactamente lo que ella sentía. Seguramente era eso lo que definía una relación perfecta, estar en la misma onda que la otra persona.

Sally-Anne cambió de marcha, inclinó la máquina para tomar la última curva, de ciento ochenta grados, aceleró y se incorporó al salir de la curva. Dominaba la Triumph con una agilidad que haría palidecer de envidia a cualquier motero. Última línea recta, ahora la casa se distinguía claramente en lo alto de la colina. Con su peristilo pretencioso, dominaba el valle entero. Solo los nuevos ricos y los advenedizos apreciaban un lujo tan ostentoso, y sin embargo los Stanfield se contaban entre las familias de notables más

antiguas de la ciudad, habían participado incluso en su fundación. Corría el rumor de que habían empezado a amasar su fortuna explotando a los esclavos que cultivaban sus tierras; otras voces, por el contrario, sostenían que habían sido de los primeros en liberarlos, y que algunos miembros de la familia habían pagado ese hecho con su propia sangre. La historia variaba según el barrio en el que se contara.

Sally-Anne dejó la Triumph en el aparcamiento reservado a los empleados. Apagó el motor, se quitó el casco y se volvió hacia May, que se estaba bajando de la moto.

—Tienes justo delante la puerta de servicio, llama y di que has quedado con «la señorita Verdier».

—¿Y si está en casa?

—Si así fuera, tendría el don de la ubicuidad, porque esa mujer que se dirige al Ford negro que ves allá es precisamente la señorita Verdier. Ya te lo he dicho, todos los días a las once se toma un descanso, se sube a su precioso coche y se va al centro a darse un masaje… Bueno, es una manera de hablar, porque no se limita a darse un masaje.

—¿Y cómo sabes tú eso?

—La he seguido lo bastante estas últimas semanas, y cuando te digo que la he seguido, créeme que ha sido muy de cerca, así que puedes quedarte tranquila.

—No habrás llevado el vicio hasta…

—No tenemos tiempo para charlas, May, a Verdier le cuesta llegar al clímax, pero dentro de cuarenta y cinco minutos habrá tenido su orgasmito matutino y, después de tomarse un sándwich de beicon y una Coca-Cola en el bar de al lado para recuperar fuerzas, volverá corriendo. Y, ahora, venga, te sabes el plan de memoria, lo hemos ensayado mil veces.

May se quedó plantada delante de su amiga; Sally-Anne notó que le faltaba seguridad, así que le dio un abrazo, le dijo que era preciosa y que todo saldría bien. La esperaría en el aparcamiento.

May cruzó la carretera y se plantó delante de la puerta de servicio, aquella por la que entraban en la casa los periódicos, la comida, la bebida y las flores, así como todo lo que la señora Stanfield o su hijo compraban en la ciudad. Con mucha educación le anunció al mayordomo que acudió a abrir que tenía cita con la señorita Verdier para una entrevista. Como había previsto Sally-Anne, impresionado por la autoridad natural que le daba el acento británico que acababa de imitar, el empleado no le preguntó nada y se limitó a hacerla pasar. Comprendió que había llegado con antelación a su cita, y como no procedía hacer esperar en el vestíbulo a alguien de su condición, la llevó, como también había previsto Sally-Anne, a un saloncito de la primera planta.

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