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Octubre de 1980, Baltimore

Con aire contrito, la invitó a sentarse en un sillón. La señorita Verdier había salido, solo un momento, añadió, antes de precisar que seguramente no tardaría en volver. Le ofreció un refresco. May le dio las gracias, pero no tenía sed. El mayordomo se retiró dejándola sola en esa opulenta habitación, contigua al despacho de la secretaria del señor Stanfield.

En el saloncito había un velador entre dos sillones de terciopelo, a juego con las cortinas de las ventanas. Una alfombra de Aubusson decoraba el parqué oscuro de haya, las paredes estaban revestidas de madera y del techo colgaba una pequeña araña de cristal.

Presentarse, subir la gran escalera hasta la primera planta y recorrer el largo pasillo que dominaba el vestíbulo hasta llegar al salón le había llevado diez minutos. Era indispensable que abandonara la casa antes de que volviera la secretaria, ninfómana a ratos. La idea de lo que estaba haciendo en un turbio salón de masajes del centro debería haberla divertido, Sally-Anne y ella se habían reído de ello mientras ensayaban su plan. Pero ahora que tenía que entrar en su despacho y cometer un allanamiento que la pondría de facto fuera de la ley, se sentía insegura. Si la sorprendían, llamarían a la policía, y esta no tardaría en atar todos los cabos. Ya no la acusarían de una simple intrusión. Pero no debía pensar en eso, ahora no. Tenía la boca seca, debería haber aceptado el vaso de agua que le había ofrecido el mayordomo, pero habría perdido demasiado tiempo. Ponerse de pie y dirigirse a esa puerta. Girar el picaporte y entrar.

Eso fue exactamente lo que hizo, con una determinación que la dejó pasmada. Actuaba como un autómata programado para ejecutar una tarea muy precisa.

Una vez dentro, cerró la puerta suavemente. Era muy probable que el señor de la casa estuviera en la habitación contigua, y no ignoraba que su asistente se ausentaba a esa hora.

Recorrió el despacho con la mirada, asombrada por la moderna decoración, que contrastaba con la del resto de las habitaciones de la casa que ella conocía. Una reproducción de un cuadro de Miró decoraba la pared frente a un escritorio de madera clara. Bien pensado, puede que no fuera una reproducción. No tenía tiempo de acercarse para averiguarlo. Apartó el sillón, se arrodilló delante de la cajonera y se sacó del bolsillo la ganzúa escondida en un pañuelo de papel.

Se había entrenado mil veces en un mueble del mismo tipo para aprender a forzar la cerradura sin romperla. Una cerradura de tambor de levas modelo Yale, para la que un conocido de Sally-Anne le había recomendado y vendido una ganzúa palpadora de cabeza de medio diamante. De ángulo amplio en el extremo y estrecho en la base, fácil de introducir y de sacar. Recordó la lección: evitar raspar el interior para no desprender ninguna limadura de hierro, que bloquearía el mecanismo y dejaría señales del delito; sostener el mango en horizontal con respecto al bombín, introducir despacio la ganzúa, palpar los pistones, aplicando sobre cada uno una suave presión para levantarlos sin estropearlos. Sintió que el primero llegaba a la línea de corte, avanzó despacio la cabeza de la ganzúa hasta levantar el segundo y, después, el tercero. May contuvo la respiración e hizo girar lentamente el rotor de la cerradura, liberando por fin el cajón.

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