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Octubre de 2016, Beckenham

Llevábamos media hora en la mesa y Maggie seguía sin anunciarnos su boda con Fred, ese tipo alto tan simpático que regentaba un gastropub en Primrose Hill. Michel estaba encantado, por dos motivos. Primero, porque le hacía mucha gracia el nerviosismo de nuestro padre, que se agitaba en su silla y apenas había probado un bocado de pizza. Para que Ray no cenara tenía que estar de verdad distraído por algo, y Michel sabía muy bien por qué. Pero por lo que se alegraba más aún era porque a él Fred no le parecía tan simpático. La manera en que lo trataba, su hipócrita solicitud, lo incomodaban. Era como si se creyera superior a él. La cocina de su pub era buena, pero a Michel no le entusiasmaba tanto como los libros que devoraba en la biblioteca. Conocía casi todos los títulos y las secciones a las que pertenecían. Aunque eso no tenía nada de extraordinario, pues era él quien los guardaba en su sitio en los estantes. A Michel le gustaba mucho su trabajo. Siembre reinaba el silencio, y pocos trabajos podían ofrecer esa tranquilidad. Los lectores eran por lo general bastante amables, y encontrarles lo antes posible lo que buscaban le hacía sentirse útil. Lo único que le molestaba era ver los libros abandonados sobre las mesas al terminar la jornada. Por otro lado, si los lectores fueran ordenados, tendría menos trabajo. Era lógico.

Antes de que le confiaran ese empleo, Michel trabajaba en un laboratorio. Consiguió el puesto gracias a las notas obtenidas en el examen de último curso en la universidad. Tenía un don para la química, la tabla periódica de los elementos era para él la fuente de un lenguaje evidente. Pero su empeño en experimentar con todas las posibilidades puso fin, en aras de la seguridad, a una corta carrera que se anunciaba prometedora. Papá protestó por la injusticia y criticó la estrechez de miras de sus jefes, pero fue inútil. Tras una época en la que vivió recluido en su casa, Michel recuperó la alegría de vivir al conocer a Véra Morton, directora de la biblioteca municipal. Ella le dio una oportunidad, y él se impuso el deber de no defraudarla jamás. La facilidad con la que se puede hoy en día investigar por Internet había repercutido en el número de usuarios de la biblioteca, a veces pasaba un día entero sin que acudiera un solo lector, pero Michel aprovechaba entonces para leer tratados de química o, y esta era otra de sus pasiones, biografías.

Observaba a mi padre en silencio desde el principio de la cena. Maggie, en cambio, no paraba de hablar, para no decir nada, de hecho, o al menos nada que justificara ese monopolio de la palabra. Y su locuacidad preocupaba mucho a Michel. Que estuviera tan estresada tal vez presagiaba un anuncio que no tenía ganas de escuchar. Cuando Maggie se sentó frente a papá y le cogió la mano, Michel debió de pensar que probablemente lo hacía para engatusarlo. Maggie no era muy dada al contacto físico. Cada vez que la abrazaba, al saludarla o al despedirse de ella, se quejaba, protestando por que no la dejaba respirar. Y eso que Michel ponía cuidado en no abrazarla demasiado fuerte. Concluyó que se trataba de una treta para acortar sus abrazos, y si no le gustaba abrazar a su propio hermano, ello demostraba que su teoría era acertada.

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