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Octubre de 2016, Croydon

Dejé la camioneta en el aparcamiento y me dirigí con paso decidido a la recepción. No había ningún empleado detrás del mostrador de madera de cerezo barnizada, reliquia de una época remota. El personal de la biblioteca municipal se reducía a dos empleados que trabajaban allí a tiempo completo, la directora, Véra Morton, y Michel, así como una limpiadora que venía a quitar el polvo de los estantes dos veces por semana.

Véra Morton reconoció a Maggie en el vestíbulo y se le iluminó el semblante al ir a su encuentro. Véra, un personaje más complejo de lo que parecía a primera vista, podría haber sido muy atractiva si no se hubiera empeñado tanto en volverse invisible. Sus ojos lapislázuli se ocultaban tras unas gafas redondas de cristales llenos de huellas dactilares, llevaba el cabello recogido en una cola de caballo y vestía con sobriedad monacal. Un jersey de cuello cisne, dos tallas más grande de lo necesario, una falda ancha de pana, unos mocasines y unos calcetines componían una especie de uniforme beis.

—¿Va todo bien? —preguntó.

—Divinamente —contesté.

—Cuánto me alegro, por un instante he temido que fueran ustedes heraldos de alguna mala nueva. Es tan inhabitual que nos honren con su presencia.

¿Quién se expresaba aún así actualmente?, me pregunté, sin compartir con nadie mis pensamientos. Y mientras Maggie le explicaba que estábamos paseando por el barrio y se nos había ocurrido ir a darle un abrazo a nuestro hermano, reparé en que Véra se ruborizaba ligeramente cada vez que pronunciaba el nombre de Michel. Sospeché enseguida una confusión de sentimientos bajo la apariencia austera de Véra Morton. En su descargo tengo que decir que si probáis a dejar dos peces en la misma pecera ocho horas al día, sin más distracción que la visita de una clase de primaria los miércoles, habrá muchas probabilidades de que terminen viendo el uno en el otro lo mejor que la humanidad entera puede ofrecerles. Consideraciones aparte, la idea de que Véra pudiera sentir algo por mi hermano me parecía posible. Pero la cuestión era si sería correspondida.

La joven directora del establecimiento en declive nos acompañó encantada hasta la sala de lectura, donde Michel estaba enfrascado en un libro, sentado solo a una mesa. Sin embargo, Véra susurró como si la sala estuviera abarrotada. Deduje que las bibliotecas eran como las iglesias: en ellas solo se podía hablar en voz baja.

Michel levantó la cabeza, extrañado de ver a sus hermanas, cerró el libro y fue a guardarlo en su sitio antes de reunirse con nosotras.

—Pasábamos por aquí y se nos ha ocurrido venir a darte un beso — declaró Maggie.

—Ah, qué raro, tú nunca me das un beso. Pero, bueno, no quiero contrariarte —dijo acercándole la mejilla.

—Es una manera de hablar —precisó Maggie—. ¿Te apetece que vayamos a algún sitio a tomar un té? Si puedes ausentarte, claro.

Véra respondió en su lugar.

—Claro que sí, hoy no hay mucha gente. No se preocupe, Michel. — Ligero rubor en las mejillas—. Yo cerraré la biblioteca.

—Ah. Pero aún tengo que guardar algunos libros.

—Estoy segura de que pasarán muy buena noche en las mesas donde se encuentran —afirmó Véra (el rubor se intensificó nítidamente).

Michel alargó el brazo y le estrechó la mano agitándola como si se tratara de una vieja bomba de bicicleta.

—Pues muchas gracias entonces —dijo—. Mañana trabajaré hasta un poco más tarde.

—No será necesario. Que pase una buena tarde, Michel (sus mejillas estaban ahora escarlatas).

Y, puesto que los susurros eran obligatorios allí, me incliné al oído de mi hermana para hacerle una confidencia. Maggie puso un gesto de exasperación y arrastró a Michel hacia el coche.

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Octubre de 2016, Croydon

Esperamos hasta estar seguras de que nuestro padre no daría media vuelta antes de ponernos a buscar. El cuarto de baño lo habíamos descartado por juzgarlo demasiado improbable. Maggie rebuscó en el ropero pero no encontró ni trampilla ni doble fondo. Mientras yo me encargaba del dormitorio, fue a la cocina a consultar el árbol genealógico familiar.

—Sobre todo no me ayudes, ¿eh? —le grité.

—Tú tampoco has venido a ayudarme, que yo sepa —me contestó—, ¿todavía no has terminado?

Me reuní con ella decepcionada.

—Nada, hasta he golpeado con los nudillos en las paredes por si sonaba a hueco, pero niente.

—No has encontrado nada porque no había nada que encontrar. Esa carta solo dice patrañas; ha estado bien la broma, lo hemos pasado bien, pero ahora te sugiero que nos olvidemos del tema.

—Tratemos de pensar como mamá. Si quisieras esconder un buen montón de dinero, ¿dónde lo meterías?

—¿Por qué esconderlo en lugar de dejar que tu familia lo disfrute?

—¿Y si no fuera dinero, sino algo que ella no pudiera utilizar? Vete tú a saber, lo mismo en su juventud era traficante de drogas… Todo el mundo se drogaba en los años setenta y ochenta.

—Lo que te decía, Elby, ves demasiado la tele, y aun a riesgo de que te lleves un buen chasco, todavía mucha gente se sigue drogando ahora. Y si te eternizas en Londres, puede que yo también acabe drogándome.

—De nosotros tres, de quien más cerca estaba mamá era de Michel.

—Supongo que esta afirmación gratuita no tiene más objeto que ponerme celosa. Eres patética.

—No soy patética, es una realidad, y te lo digo porque si mamá hubiera tenido un secreto que no quisiera compartir con papá, se lo habría contado a Michel.

—No vayas a perturbarlo con tu rocambolesca obsesión.

—Tú no mandas en mí, y, de hecho, voy a ir a verlo ahora mismo. ¡Que para algo es mi hermano gemelo y no el tuyo!

—¡Mellizo!

Salí de la cocina. Maggie dio un portazo y me alcanzó en la escalera.

Las aceras estaban cubiertas con un manto púrpura de hojas. Estragos de un mes de octubre en el que el viento había soplado más de lo habitual. Me gusta el crujido de las hojas secas bajo mis pasos, el perfume de otoño que trae la lluvia. Me senté al volante de la camioneta que me había prestado un compañero de la revista, esperé a que Maggie cerrara su puerta y arranqué.

Durante un rato no dijimos ni mu, salvo por un pequeño paréntesis, cuando le hice notar a Maggie que si de verdad no diera ningún crédito a la carta anónima no estaría sentada a mi lado, pero ella replicó que solo estaba ahí para proteger a su hermano de la demencia que se había apoderado de su hermana.

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Octubre de 2016, Croydon

Me senté a la mesa y traté de interrogar a Maggie, que me hizo entender con una mirada que nuestro padre no sospechaba nada. Cuando se fue un momento, Maggie volvió a coger el móvil y miró la pantalla riéndose.

—No lo he soñado, Rigby, de verdad me has escrito Abort Mission tres veces. ¡No es que veas la tele, es que te la comes!

Papá volvió con un documento en la mano.

—No es tu partida de nacimiento propiamente dicha, sino un extracto de nuestro árbol genealógico, ¡y validado por un notario mormón! A tu banco debería bastarle.

Me apoderé del documento antes que Maggie.

—Anda, qué curioso —dije.

Papá trituraba el interruptor del hervidor eléctrico mascullando para el cuello de su camisa.

—¿Mamá y tú os casasteis después de nacer nosotros?

—Es posible —farfulló mi padre.

—¿Cómo que «es posible»?, lo pone aquí muy claro. ¿No recuerdas la fecha de tu propia boda?

—Antes o después, ¡qué más da! Nos hemos querido hasta su muerte, que yo sepa, y, ojo, que yo la sigo queriendo.

—Pero siempre nos habéis dicho que decidisteis casaros nada más volver a encontraros.

—Nuestra historia era un poco más complicada de lo que queríamos contarles a nuestros hijos por la noche a la hora de acostarse.

—Más complicada ¿en qué sentido?

—Y vuelve a empezar el interrogatorio… Como ya te he dicho, Elby, deberías haber sido policía en lugar de periodista —masculló papá.

Tiró del cable y lo enrolló alrededor del hervidor.

—También se me ha estropeado el hervidor. Esta mañana el coche, ahora el maldito hervidor: francamente, hoy no es mi día.

Cogió una cacerola del aparador, la llenó de agua y la puso al fuego.

—¿Sabéis cuánto tarda en hervir el agua fría?

Mi hermana y yo dijimos que no con la cabeza.

—Yo tampoco tengo ni idea, pero pronto lo sabremos —dijo sin apartar la mirada del segundero del reloj de pared.

—Más complicada ¿en qué sentido? —repetí yo, arrancándole un suspiro a mi padre.

—Las primeras semanas de su regreso no fueron tan sencillas. Le llevó un tiempo acostumbrarse a una nueva vida en un barrio periférico, que en aquella época no era muy alegre que digamos.

—Puedes omitir lo de «en aquella época» —terció Maggie.

—No creo que tu Beckenham tenga nada que envidiarle a mi ciudad, querida. Vuestra madre se agobiaba un poco en este apartamento, todavía no había encontrado trabajo, yo tenía mis horarios y no me los podía saltar, y ella se sentía muy sola. Pero como era una luchadora, se matriculó en unos cursos por correspondencia. Se sacó un diploma, y luego consiguió unas prácticas en un colegio, y por fin su plaza de profesora. A eso hay que añadirle los embarazos, vuestro nacimiento, que nos llenó de felicidad, naturalmente, pero no os hacéis una idea de lo que cuesta sacar a tres hijos adelante, lo sabréis algún día, espero. Bueno, total, que no podíamos permitirnos comprar un vestido de novia, anillos y todo lo que acompaña a una boda. Así que esperamos un poco más de lo que nos habría gustado antes de darnos el sí quiero. ¿He satisfecho tu curiosidad?

—¿Cuánto tiempo después del resurgir de vuestra historia de amor se quedó embarazada mamá?

—Qué bonita manera de decirlo. A vuestra madre no le gustaba nada que yo mencionara nuestro primer escarceo. Habían transcurrido diez años, ella había vivido, se había convertido en una persona distinta y no sentía ninguna empatía por la muchacha que había sido en el pasado. De hecho, la idea de que yo pudiera haber estado enamorado de esa muchacha casi le hacía sentirse celosa.

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Octubre de 2016, Croydon

Papá observó a Maggie con aire circunspecto y le puso delante el plato con sándwiches que acababa de preparar.

—Come, tienes muy mala cara.

Maggie no se hizo de rogar y mordió uno de los sándwiches. Papá no le quitaba ojo, pero el silencio le resultaba insoportable.

—¿Por qué es tan urgente que encuentres tu partida de nacimiento?

—Mi banco me ha pedido que regularice mis datos —se inventó.

—¿Has pedido un préstamo? ¿Ves como llevaba razón?, aún tengo olfato cuando se trata de mis hijas. Si necesitas dinero, ¿por qué no has venido a pedírmelo? Los bancos te exprimen a intereses, pero cuando se trata de remunerar lo que se les presta a ellos, entonces, vaya usted a saber por qué, ¡el dinero ya no tiene ningún valor!

—¿Porque tú le prestas dinero a tu banco? —preguntó Maggie, esperando haber dado con lo que pudiera quedar de la supuesta fortuna de nuestra madre.

Pero su entusiasmo duró poco, pues papá le precisó que se refería a su fondo de pensión. Varios miles de libras que no le rentaban nada, dijo suspirando.

—¿Y por qué quieres pedir un préstamo? ¿Es que tienes deudas?

—Papá, deja el tema, solo he querido negociar un pequeño descubierto, nada más. Pero ya sabes cómo es el sistema, por nada te piden miles de papeles. Por cierto, ¿tienes idea de dónde guardaba mamá los suyos?

—Y tanto que tengo idea, si era siempre yo el que se ocupaba de los papeleos en esta casa. A tu madre le horrorizaba todo eso. Voy a buscarte lo que necesitas.

—No te molestes, tú solo dime dónde están y…

El sonido del timbre puso fin a su conversación. Papá se preguntó quién podía ser, no esperaba a nadie, y el cartero siempre venía por la mañana. Fue a abrir y me encontró en el rellano.

—¿Has venido hasta aquí? —me preguntó incómodo.

—Pues ya ves que sí. He pasado por la revista a que me prestaran un coche. ¡Menudos atascos!

—Ya lo sé, precisamente lo estaba hablando con tu hermana.

—¿Maggie está aquí?

—¡Sí, pero no te vayas a creer que me he inventado lo del coche! Figúrate

—susurró—, ha venido a escondidas, esperando no encontrarme en casa, para…

—¿Para qué? —le pregunté ansiosa.

—Si no me interrumpieras, podría decírtelo. Para buscar unos papeles, quiere pedir un préstamo bancario. Tu hermana es una verdadera manirrota.

Maggie apareció en el pasillo y me lanzó una mirada asesina.

—Antes de decir nada de lo que luego puedas arrepentirte, harías bien en consultar tu móvil, te he dejado diez mensajes.

Maggie volvió a la cocina y metió la mano en el bolso. Su iPhone estaba en silencio, y pudo comprobar que yo había tratado muchas veces de advertirla de que la vía no estaba libre.

—Estaba despotricando de mi Austin, pero al final tendré que agradecerle esta doble sorpresa. Ya solo falta que aparezca también Michel. Voy a ver si me queda algo en el frigorífico, de haberlo sabido habría ido a la compra — dijo papá, aliviado de que no lo acusara de haber querido jugármela.

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Octubre de 2016, Croydon

Maggie giró la llave y se dio cuenta de que no estaba puesto el cerrojo. El primer ladrón que pasara por ahí habría tardado menos que ella en entrar en la casa. Cuántas veces le había suplicado a nuestro padre que cerrara la puerta con dos vueltas de llave cuando salía. Pero él le contestaba invariablemente que llevaba allí toda la vida y nunca le habían robado nada.

Colgó su abrigo en el perchero y recorrió el pasillo. Era inútil explorar la cocina, su madre nunca habría escondido nada en la habitación preferida de su padre. Perezosa como era, se dijo que la cosa no iba a ser fácil y que era mejor renunciar: ¿para qué perder el tiempo en una búsqueda que no tenía ningún sentido? Distraída, pensó en el dormitorio, el cuarto de baño, el armario ropero —buscaría primero allí, quizá descubriera una trampilla o un doble fondo—; pensó también que al marcharse tendría que dejar la cerradura tal y como la había encontrado si no quería que su padre se enterara de que había ido a su casa a escondidas. De todas formas, le daría unas palmaditas en el hombro con su aire afable, diciendo: «Maggie, ves el mal en todas partes.

Y, cuando una mano se posó sobre su hombro, precisamente, dio un grito y se volvió. Papá la estaba mirando, con los ojos como platos.

—¿Qué haces aquí, y por qué no has llamado al timbre? —le preguntó, extrañado.

—Pues… —farfulló ella.

—¿Pues?

—Pensaba que hoy comías con Elby.

—Yo también lo pensaba, y de hecho debía hacerlo, pero el Austin se ha puesto caprichoso y no ha querido arrancar. Voy a tener que llevarlo al taller a ver qué le pasa al motor.

—Pues podría haberme avisado —se quejó Maggie.

—¿Mi Austin?

—¡Elby!

—¿Querías que te avisara de que mi coche estaba estropeado? —Se rio con ganas—. Deja de reprocharle cosas a tu hermana todo el rato, no me gusta nada que os peleéis. Llevo treinta años esperando a que os decidáis por fin a ser adultas. Y ten por seguro que le digo lo mismo a ella cada vez que…

—¿Cada vez que qué?

—Nada… —suspiró papá—. Y ahora, ¿piensas decirme a qué has venido?

—Pues… estaba buscando unos papeles.

—Ven, vamos a hablar en la cocina, iba a prepararme un bocadillo y, mira, al final este día que se había estropeado se va a arreglar pues voy a poder comer de todos modos con una de mis hijas. Y, por favor, no se lo digas a tu hermana, es capaz de pensar que le he mentido con lo del coche para verte a ti en su lugar, y ahí ya… ahí ya… —repitió papá levantando los brazos al cielo como si el techo fuera a derrumbársele encima—, tendríamos el drama del siglo.

Abrió el frigorífico, sacó lo necesario para improvisar lo más parecido a un almuerzo y le pidió a Maggie que pusiera la mesa.

—Bueno, ¿qué te pasa, hija? Si necesitas algo de dinero, dímelo. ¿Estás sin un céntimo?

—No, no me pasa nada, es solo que necesitaba encontrar… una partida de nacimiento.

Se preguntó cómo se le había ocurrido esa mentira precisamente.

—¡Ajá! —exclamó papá, radiante de alegría.

—Ajá ¿qué? —preguntó Maggie con toda tranquilidad.

—Piensa un poco, vienes a buscar una partida de nacimiento, que no puede esperar. Me imagino que habrás calculado que saldría del restaurante en el que debía almorzar con Elby hacia las 14:30, y el tiempo que me pasaría en la carretera con los dichosos atascos. Con todos los millones que se gastan nuestros políticos desde hace decenios, todavía no han dado con la manera de resolver nuestros problemas de circulación… ¡en el siglo XXI! Si por mí fuera, estos ineptos tendrían que irse todos al paro.

—Papá, te repites un poco, ¿eh?

—En absoluto, no me repito, reitero mi opinión. Bueno, pero no cambies de tema. Total, que has deducido que no volvería a casa antes de las cuatro y que sería demasiado tarde, y por eso has venido.

Maggie, que no comprendía una palabra del razonamiento de nuestro padre, prefirió callarse.

—¡Ajá! —repitió este.

Con los codos sobre la mesa, Maggie hundió la cabeza entre las manos.

—A veces, cuando hablo contigo, me siento como transportada a un episodio de los Monthy Python —dijo.

—Pues, hija mía, si pretendías que eso fuera una pulla, te ha salido el tiro por la culata, porque me lo pienso tomar como un cumplido. Y me da pena que creas que no me he dado cuenta de lo que estás buscando. El ayuntamiento cierra a las cuatro, ¿verdad? —añadió papá guiñándole un ojo.

—Puede ser, pero según tú, ¿para qué se supone que iría yo al ayuntamiento?

—Está bien, pongamos que estés redecorando tu apartamento y que estés tan contenta con tu vida, tan agradecida de haber nacido, que quieras colgar de la pared de tu salón tu partida de nacimiento. ¡Sería de lo más lógico! Bueno, basta de bromas, reconozco que fui algo torpe al hablar de tu boda delante de tus hermanos, y te pido perdón por ello, pero ahora que estamos solos, me lo puedes contar tranquilamente. Porque siempre me has contado tus cosas a mí primero, ¿verdad?

—Pero si no tengo ninguna gana de casarme, es algo que ni siquiera se me ha ocurrido, te lo juro, papá, quítate esa idea de la cabeza.

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Octubre de 1980, Baltimore

Y fue en ese restaurante, rodeadas por un grupo de amigos tan achispados como ellas, donde empezaron a trazar, en el mantel de papel, las líneas generales de su proyecto. Primero, las de la sala de redacción. Rhonda, la mayor del grupo, de la que se decía que se había codeado con los Panteras Negras antes de sentar cabeza, trabajaba en el departamento de contabilidad de Procter&Gamble. Les ofreció su experiencia y empezó a establecer las bases de una cuenta de resultados. Elaboró una lista de los puestos que había que cubrir así como una escala salarial, calculó los presupuestos necesarios de alquiler, consumibles y gastos de investigación. Prometió informarse lo antes posible sobre los costes de papel, imprenta, suministros y acerca del margen que había que conceder a distribuidores y vendedores. A cambio de sus servicios, estaba claro que obtendría el puesto de directora financiera.

—Suponiendo que pudierais reunir el capital necesario, que lo dudo, nadie querrá imprimir vuestro periódico —intervino Keith—, y mucho menos venderlo. Un periódico de escándalos escrito por mujeres, os veo muy optimistas.

Keith era un chico alto y corpulento, de facciones angulosas, mandíbula prominente y unos ojos de un azul ardiente. Sally-Anne lo encontraba guapo y había flirteado con él unas semanas. Keith habría hecho cualquier cosa por ella con tal de poder compartir su cama. Tras su caparazón robusto se escondía un amante dócil de suaves manos, tenía todo para gustarle. Pero por muy buen amante que fuera, Sally-Anne no se ataba a ningún hombre, y seis semanas bastaron para que se aburriera de él. A May le gustaba Keith, y Sally-Anne lo sabía. Esa rivalidad podría haber amenazado su amistad, pero a veces se preguntaba si no se había apartado de él precisamente para dejarle a May el campo libre. «Te lo regalo», proclamó una mañana, tras despedirse de él. May se negaba a salir con Keith después de ella, pero Sally-Anne la sermoneó: «Disfruta de lo bueno allí donde esté y sobre todo cuando se te presente. Ya reflexionarás después. Créeme, los que hacen lo contrario se aburren tanto como aburren a los demás», concluyó, antes de ir a ducharse.

Por su lado, May concluyó que la gente no se deshacía de su arrogancia así como así, por muy rebelde que se autoproclamara.

Desde entonces, cada vez que su mirada se cruzaba con la de Keith, se imponía la turbación que sentía al pensar en los revolcones que Sally le había relatado a veces. Sin embargo, esa noche le replicó con un comentario cortante.

—El capital ya lo encontraremos, y cuando leas el periódico, apoltronado en tu sillón, ya verás como vas menos de listo.

La frase hizo reír a los presentes. Hasta entonces nadie se había atrevido nunca a humillar al guaperas en público. Sally-Anne fue la primera sorprendida. Para asombro de todos, Keith se levantó, rodeó la mesa para inclinarse sobre May y le pidió disculpas.

—Estaré entre vuestros primeros suscriptores, cuenta con ello.

Keith era ebanista y tenía un sueldo modesto que le bastaba para vivir pero poco más. Se llevó la mano al bolsillo del vaquero y sacó un billete de diez dólares, que en 1980 era bastante dinero, y se lo dejó delante. «Con esto alcanza para comprar algunas acciones de vuestro periódico», añadió, y salió del restaurante ante las miradas estupefactas del grupo de amigos. Miradas que a May le traían sin cuidado cuando echó a correr tras él, con los diez dólares en la mano. Ya en la calle gritó su nombre.

—¿Te crees que con esto te puedes convertir en accionista? Apenas alcanza para que te compres los primeros números.

—Entonces considéralo un anticipo sobre mi suscripción.

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Octubre de 1980, Baltimore

Sally-Anne sabía de lo que hablaba. Conocía bien a la gente de su entorno, esa gente a la que la vida se lo había dado todo. Aquellos que, por su rango, reciben sin tener que mover un dedo lo que otros reclaman, gozan de aquello que otros solo sueñan alcanzar. Esos clanes a los que sus propios miembros, seguros de su superioridad, desprecian para suscitar mejor la envidia y la admiración. Rechazar para seducir y hacerse desear, ¿hay algo más malicioso que eso? Para no seguir siendo como ellos, Sally-Anne había cambiado de vida, de barrio, de apariencia, hasta el punto de sacrificar su bonita cabellera y adoptar un peinado masculino. El ambiente de la época olía a libertad, Sally-Anne dejó de abrazar a los chicos para abrazar nobles causas. Su país, que se jactaba de ser el de las libertades, había practicado la esclavitud y posteriormente la segregación, y dieciséis años después de la promulgación de las leyes de 1964, las mentalidades apenas habían evolucionado. Después de los negros, ahora les tocaba a las mujeres luchar por sus derechos, y tenían lucha para rato. Sally-Anne y May, empleadas de un gran periódico, eran soldados ejemplares de esa lucha. Documentalistas ambas, habían alcanzado la cúspide de la escala jerárquica para las mujeres que trabajaban en ese ámbito. Pero si solo eran documentalistas y recibían una remuneración acorde con esa función, ¿por qué escribían la mayoría de los artículos que unos hombres arrogantes se contentaban con leer antes de firmar? May era la mejor de las dos. Tenía un don para descubrir temas polémicos. Esos que arrollaban los privilegios y denunciaban la lentitud del poder a la hora de llevar a cabo las reformas prometidas. Dos meses antes se habían interesado por los grupos de presión que sobornaban a senadores para frenar su celo de promulgar leyes contra la corrupción o la toxicidad, que las industrias pasaban por alto para optimizar sus beneficios, contra el tráfico de armas, más rentable que la escolarización de los niños de familias desfavorecidas, contra la reforma de una justicia que de justa solo tenía el nombre. En sus horas libres había llevado a cabo una magnífica investigación, desplazándose a una ciudad donde una empresa minera contaminaba alegremente el depósito de agua vertiendo sin reparos plomo y nitratos en el río que lo alimentaba. Los dirigentes lo sabían, al igual que el consejo de administración de la compañía, el alcalde y el gobernador, pero todos ellos eran accionistas o se beneficiaban de los favores de esta empresa. May había recopilado numerosas pruebas de estos hechos, sus causas y sus consecuencias sobre la salud pública, las infracciones a las normas de seguridad más evidentes y la corrupción generalizada, que gangrenaba a los gerifaltes del municipio y del Estado. Pero, tras leer su artículo, su redactor jefe le rogó que en el futuro se limitara a las investigaciones que el periódico le encargara expresamente. Arrojó su artículo a la papelera y le pidió que le trajera un café, sin olvidar el azucarillo.

May se tragó las lágrimas, negándose a someterse. Contrariamente al dicho, el plato de la venganza no se sirve frío sino tibio. Frío ya no tiene ningún interés, le había dicho Sally-Anne para consolarla una noche, al final de la primavera, en la que, en un modesto restaurante italiano, había nacido el proyecto que cambiaría el curso de sus vidas.

—Vamos a fundar un periódico de investigación que no esté sometido a ninguna censura, donde se pueda escribir sobre todas las verdades —lanzó Sally-Anne.

Y, como los amigos que cenaban con ellas no le prestaron demasiada atención, May, que estaba algo más que achispada, no dudó en subirse a la mesa para reclamar silencio.

—Las redactoras serán exclusivamente mujeres —añadió levantando su copa—. Los hombres no podrán acceder a más funciones que las de secretarios, recepcionistas o, como mucho, documentalistas.

—En el fondo eso sería alimentar el mal que queremos combatir —se opuso Sally-Anne—. Tenemos que contratar a las personas en función de sus aptitudes, sin prejuicios de sexo, color de piel o religión.

—Tienes razón, y hasta podríamos proponerle a Sammy Davis Jr. que formara parte del consejo de administración.

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Octubre de 1980, Baltimore

La luna derramaba su claridad plateada sobre las lucernas, la luz oblicua revelaba las motas de polvo suspendidas en el aire. May dormía profundamente, los pliegues de las sábanas se ajustaban a las curvas de su cuerpo. Sentada al pie de la cama, Sally-Anne la observaba, atenta a su respiración. En ese instante, ver dormir a May era lo único que le importaba. Como si en el mundo no existiera nada más, el universo entero cabía en ese

loft. Una hora antes la habían despertado visiones del pasado. Rostros conocidos, inmóviles y sin expresión, la juzgaban. Estaba sentada en una silla en mitad de un estrado, fusilada por sus miradas. Su manera de ser era fruto de una adolescencia en la que lo había aprendido todo sin que nadie le enseñara nada.

¿Pueden dos cuerpos rotos sanar al unirse? ¿El dolor de dos seres se resta o se añade?, se preguntaba.

—¿Qué hora es? —masculló May.

—Las cuatro de la mañana, quizá algo más tarde.

—¿En qué piensas?

—En nosotras.

—¿Cosas buenas o cosas malas?

—Vuelve a dormirte.

—No mientras te quedes ahí mirándome.

Sally-Anne fue a calzarse las botas y cogió su cazadora del respaldo de una silla.

—No me gusta que te vayas por ahí en moto de noche.

—No tienes por qué preocuparte, iré con cuidado.

—Sí, seguro. Quédate, voy a preparar un té —insistió May.

Se levantó, tapándose con la sábana, y cruzó la habitación. Un hornillo, unos cuantos platos, vasos descabalados y dos tazas de porcelana sobre una mesa de caballetes junto a un fregadero hacían las veces de cocina. May puso el hervidor en el fregadero, quitó la tapa y abrió el grifo. Luego fue a buscar la caja del té, guardada en un antiguo armario botiquín reconvertido, se puso de puntillas para coger dos bolsitas de té Lipton y dos azucarillos de un bote de barro, encendió una cerilla y reguló la llama azulada del infiernillo.

—¡Sobre todo no me ayudes!

—Estoy esperando a ver si te apañas con una sola mano —contestó Sally-

Anne con una sonrisita burlona.

May se encogió de hombros y soltó la sábana.

—Haz el favor de recogerla y ponerla en la cama, no me gusta dormir entre polvo.

Sirvió el té, le alargó una taza a Sally-Anne, cogió la suya y volvió a sentarse en la cama con las piernas cruzadas.

—Han llegado las invitaciones —dijo por fin Sally-Anne.

—¿Cuándo?

—Ayer por la tarde, pasé por la estafeta para coger el correo.

—Y no has juzgado conveniente decírmelo antes.

—Anoche lo estábamos pasando bien, temía que te obsesionaras con ello.

—No me gustan esos tíos con los que salimos, sus conversaciones políticas de tres al cuarto me aburren, esa actitud que tienen como de querer cambiar el mundo cuando se tiran todo el día fumando porros. Así que, siento decepcionarte, pero anoche tampoco es que me lo pasara tan bien. ¿Me las enseñas?

Sally-Anne se sacó dos sobres del bolsillo y los arrojó sobre la cama con un gesto indolente. May abrió el que iba a su nombre. Acarició la tarjeta, admiró el relieve de las letras impresas y se fijó en la fecha. La fiesta se celebraría dentro de dos semanas. Las mujeres, adornadas con sus mejores joyas, vestirían de manera extravagante, los hombres llevarían trajes grotescos, y algunos viejos cascarrabias, negándose a prestarse al juego, se contentarían con un esmoquin y un simple antifaz para ocultarse el rostro.

—Nunca en mi vida me ha apetecido tanto ir a un baile de disfraces — dijo May con una risita burlona.

—Nunca dejas de sorprenderme. Pensaba que te entraría miedo solo de ver las invitaciones.

—Pues no, ya no. No después de haber vuelto a esa casa. Cuando nos fuimos, me di cuenta de lo mucho que me había costado volver a poner los pies allí. Y me juré que nunca volvería a tenerles miedo.

—May…

—Vete en moto por ahí o vuelve a la cama conmigo, pero decídete.

Sally-Anne recogió la sábana y cubrió con ella a May. Se desnudó deprisa y se tumbó a su lado, sonriendo de nuevo.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó May.

—Nada, me gusta verte así de vengativa.

—Quiero que sepas una cosa que solo me concierne a mí, pero quiero que estés al corriente. Nunca dejaré que me cojan viva.

—¿De qué estás hablando?

—Me has entendido perfectamente. La vida es demasiado corta para abrumarse con tristezas superfluas.

—May, mírame a los ojos. Creo que estás cometiendo un error muy gordo. Pensar solo en vengarte sería otorgarles demasiada importancia. Se trata solo de que te devuelvan lo que no merecen tener.

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Octubre de 2016, Beckenham

Y concluyó la cancioncilla clamando:

—Lo siento, bonita, te ha tocado. A mí no me apetece lo más mínimo tener hijos.

—¿Con Fred o en general?

—Al menos tenemos respuesta a la pregunta de la noche: mamá estaba sin un céntimo cuando conoció a papá.

—Puede, pero han surgido otras preguntas —objeté yo.

—Sí, pero, bueno, tampoco vamos a darle tanta importancia al tema.

Mamá dejó a papá cuando eran jóvenes, y luego volvió sin pena ni gloria diez años después.

—Me da la impresión de que la verdad es más compleja.

—Deberías renunciar a los viajes para dedicarte al periodismo de investigación sentimental.

—Tus ironías me dejan fría. Te estoy hablando de papá y mamá, de esa carta extraña que hemos recibido, de las zonas de sombra de sus vidas, de las mentiras que nos han contado. ¿No tienes ganas de saber más sobre tus propios padres? ¡Solo te importas tú!

—Touché!, y qué amable tú también.

—Pues te diré que, al contrario de lo que piensas, el hecho de que mamá no tuviera un céntimo corrobora las acusaciones de la carta.

—¿Qué pasa, que toda la gente sin un céntimo obligatoriamente tiene que haber renunciado a una fortuna?

—Tú nunca has estado sin un céntimo porque nuestros padres siempre te han ayudado.

—Rigby, ¿quieres que cantemos a coro el estribillo que mascullas desde siempre? Maggie, la benjamina, sobre cuya cuna la familia generosa no ha dejado de inclinarse. Sí, pero ¿quién de las dos tiene un estudio en Londres y quién vive en la periferia a una hora en tren? ¿Cuál de las dos se pasa el año recorriéndose el mundo y quién se queda aquí ocupándose de papá y de Michel?

—No tengo ganas de discutir, Maggie. Solo me gustaría que me ayudaras a aclarar las cosas. Si nos han mandado esta carta es por una razón. Aunque lo que cuenta no tenga fundamento, tiene que haber a la fuerza un motivo para todo esto. ¿Quién nos ha escrito y por qué?

—¡Quién te ha escrito! Te recuerdo que se suponía que ni siquiera debías contármelo.

—¿Y si el autor me conoce lo suficiente como para saber que lo haría de todos modos? ¿Y si incluso su intención ha sido incitarme a ello?

—Te lo concedo, esa habría sido la mejor manera de hacerlo. Bueno, percibo en tu voz una llamada de socorro, así que, vale, se me ocurre que invites a papá a comer un día de estos en Chelsea. Refunfuñará, pero se alegrará de tener una excusa para coger su Austin. Asegúrate de elegir un restaurante cerca de un aparcamiento, se niega a confiárselo a un aparcacoches. No digas nada, me troncho cada vez que lo pienso. Tengo una copia de sus llaves, iré a rebuscar en su casa en cuanto se vaya.

No me gustaba la idea de manipular a mi padre pero, a falta de un plan mejor, acepté la propuesta de mi hermana.

La estación estaba desierta. A esa hora ya no había nadie más que nosotras esperando el tren. La pantalla anunciaba la llegada inminente del Southeastern en dirección a Orpington. En Bromley tenía que cambiar de línea para coger la de Victoria Station, y luego un autobús que me dejaría a diez minutos a pie de mi estudio.

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Octubre de 2016, Beckenham

Me levanté de la mesa, decidida a dejarle a la pareja su intimidad. Fred y Maggie llevaban solos en la cocina diez minutos por lo menos. Entré para despedirme de ellos.

Trapo en mano, Fred secaba los vasos. Maggie, sentada en la encimera con las piernas cruzadas, fumaba un cigarrillo, exhalando el humo por la ventana entreabierta.

Se ofreció a llamarme un taxi. Pero de Beckenham hasta mi casa me habría costado una fortuna. Le di las gracias, pero prefería volver en tren.

—Pensaba que te habrías ido con papá —dijo con flagrante mala fe—.

¿No te vas a dormir a su casa?

—Me parece que esta noche él prefería estar solo, y además tengo que hacer un esfuerzo por retomar mi vida londinense.

—Y muy bien que haces —terció Fred quitándose los guantes—.

Beckenham, Croydon, estos barrios periféricos están demasiado lejos.

—O Primrose Hill está demasiado lejos de mi barrio, y es demasiado esnob —replicó Maggie arrojando la colilla al agua de fregar los platos.

—Os dejo solitos —suspiré poniéndome el abrigo.

—Fred te llevará encantado a la estación en su precioso coche. Podría incluso llevarte hasta Londres e irse a dormir a su bonito Primrose Hill.

Le lancé una mirada reprobadora a mi hermana. ¿Cómo se las apañaba para conservar a un hombre a su lado siendo tan poco amable, mientras que yo, que era la amabilidad en persona, vivía un eterno celibato? Otro misterio…

—¿Quieres que te lleve, Elby? —se ofreció Fred, doblando el trapo.

Maggie se lo arrancó de las manos y lo lanzó al cubo de la ropa sucia.

—Consejito de hermana, solo Michel puede permitirse acortarle el nombre, es algo que odia. Y necesito tomar el aire, voy a acompañarla un trecho.

Maggie fue hasta la entrada, cogió un jersey y me arrastró del brazo hacia la calle.

Las aceras, que brillaban por la lluvia bajo la luz anaranjada de las farolas, estaban bordeadas por modestas casas victorianas, en su mayoría de una sola planta o dos como mucho, de torres de ladrillo de fachadas decrépitas, destinadas a viviendas sociales, y de algún que otro descampado aquí y allá.

En el cruce, el barrio recuperaba su animación. Maggie saludó al sirio de la tienda de alimentación, abierta todo el día. Su negocio marcaba la frontera con la calle comercial, más iluminada. Había una lavandería automática junto a una tienda de kebabs; a continuación, un restaurante indio en el que solo quedaban dos comensales; y un antiguo videoclub, cuyo escaparate estaba condenado con tablas clavadas cubiertas de carteles, rotos la mayoría. La noche cayó del todo justo cuando bordeábamos las verjas de un parque. Pronto el aire se impregnó del olor a metal de los raíles y del balasto sucio. Al acercarnos a la estación, solté otro suspiro.

—¿Te pasa algo? —me preguntó Maggie.

—¿Por qué sigues con él? Siempre estáis a la gresca, ¿qué sentido tiene?

—A veces me pregunto de dónde te sacas esas expresiones… ¡Qué sentido tendría soportar a un tío si no le pudiera cantar las cuarenta de vez en cuando!

—Para eso prefiero seguir soltera.

—Pues eso es exactamente lo que haces, me parece a mí.

—Touché! Y muchas gracias por decirme esas cosas, qué amable, ¿no?

—No me halagues, ¿quieres? Bueno, a todo esto, esta noche no hemos llegado a nada con papá.

—Ya, pero tampoco es que nos hayamos deslomado en la cocina, y encima nos hemos reído un montón. ¿Qué mosca le habrá picado ahora con lo de casaros? ¿Será que tiene ganas de ser abuelo? —dije yo.

Maggie se paró en seco y me señaló con el dedo antes de ponerse a canturrear:

Pinto, pinto, gorgorito,

¿dónde vas tú tan bonito?

A la era verdadera,

Pim, pam, pum… ¡fuera!

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