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Octubre de 2016, Croydon, periferia de Londres

Ray se inclinó para abrirle la puerta del coche: Michel entró, besó a su padre, se abrochó el cinturón y se puso las manos sobre las rodillas. Miró la carretera fijamente cuando el coche arrancó y dos manzanas después por fin sonrió.

—Estoy contento de que cenemos todos juntos, pero es raro que vayamos a casa de Maggie.

—¿Y por qué es raro, hijo? —quiso saber Ray.

—Maggie nunca cocina, por eso es raro.

—Me ha parecido entender que esta noche se celebra algo, ha encargado unas pizzas.

—Ah, entonces es menos raro, pero aun así —contestó Michel siguiendo con la mirada a una chica que cruzaba la calle.

—No está mal —comentó Ray con un silbido.

—Un poco desproporcionada —opinó Michel.

—¡Qué dices, pero si está cañón!

—La estatura media de un individuo de sexo femenino en 2016 es de un metro setenta, esa mujer mide por lo menos un metro ochenta y cinco. Es, pues, muy alta.

—Si tú lo dices, pero a tu edad yo habría apreciado esa clase de desproporción.

—Prefiero que sea…

—¡Más baja!

—Sí, eso, más baja.

—Para gustos, los colores, ¿verdad?

—Quizá, pero no entiendo qué tiene que ver.

—Es una expresión, Michel. Se emplea para decir que hay mucha variedad en el gusto.

—Sí, eso parece lógico, pero no la primera expresión que has utilizado, que no tiene ningún sentido, sino la segunda. Se corresponde con lo que yo he podido constatar.

El Austin se incorporó al bulevar, entre todo el tráfico. Volvió a caer una fina lluvia, la típica lluvia inglesa, que en pocos minutos dejó las aceras relucientes.

—Creo que tu hermana va a anunciarnos que se casa.

—¿Cuál de ellas? Tengo dos.

—Maggie, supongo.

—Ah, ¿y por qué supones eso?

—Por instinto paterno, tú hazme caso. Y si te lo comento ahora, es por una razón. Cuando nos lo anuncie, quiero que sepas que es una buena noticia, y que por consiguiente manifiestes alegría.

—Ah, ¿y eso por qué?

—Porque si no lo haces, tu hermana se pondrá triste. Cuando la gente te anuncia algo que la hace feliz, espera que compartas su felicidad.

—Ah, ¿y eso por qué?

—Porque es una manera de mostrarle a la gente nuestro cariño.

—Comprendo. ¿Y casarse es una buena noticia?

—No es fácil contestarte a eso. En principio, sí.

—¿Y su futuro marido estará ahí?

—Puede, con tu hermana nunca se sabe.

—¿Cuál de ellas? Tengo dos.

—Ya sé que tienes dos, soy responsable de su nacimiento, te recuerdo, bueno, junto con tu madre, claro.

—¿Y estará mamá?

—No, tu madre no estará. Ya sabes por qué, te lo he explicado muchas veces.

—Sí, lo sé, porque ha muerto.

—Eso es, porque ha muerto.

Michel miró por la ventanilla antes de volver la cabeza para mirar a su padre.

—Y para mamá y tú, ¿fue una buena noticia cuando os casasteis?

—Una noticia fantástica, hijo. Y si pudiera volver atrás, me habría casado con ella antes. Así que para Maggie también será una buena noticia; estoy seguro de que tenemos un don en la familia para los matrimonios felices.

—Ah. Lo comprobaré mañana en la universidad, pero no creo que eso sea de orden genético.

—¿Y tú, Michel, eres feliz? —le preguntó Ray con ternura.

—Sí, creo que sí… Lo soy ahora que Maggie se va a casar y que sé que será un matrimonio feliz puesto que tenemos ese don en la familia, pero aun así me da un poco de miedo conocer a su marido.

—¿Qué es lo que te da miedo?

—Pues que no sé si nos llevaremos bien.

—Ya lo conoces. Es Fred, un tipo alto, muy simpático, hemos ido varias veces a cenar a su pub. Bueno, supongo que es con él con quien se va a casar, aunque con tu hermana nunca se sabe.

—Qué pena que mamá no pueda venir la noche en que su hija nos anuncia que se casa.

—¿Cuál de ellas? Tengo dos —le contestó Ray sonriendo.

Michel reflexionó un instante y luego sonrió él también.

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Octubre de 2016, Croydon, periferia de Londres

Le encantaba la idea de cenar con sus hijos, pero habría preferido que fuera en su casa. A Ray nunca le había gustado salir, y a su edad la gente ya no cambia. Cogió del armario su americana de espiguilla. Iría a recoger a Michel, sería una ocasión para conducir su viejo Austin. Ya no lo cogía para ir a la compra desde que habían abierto un pequeño supermercado a cinco minutos de su casa. Su médico le había mandado que caminara un mínimo de quince minutos todos los días, era indispensable para sus articulaciones. Le traían sin cuidado sus articulaciones, pero ya no sabía qué hacer con su cuerpo desde que se había quedado viudo. Metió tripa al mirarse al espejo y se echó el pelo hacia atrás con la mano. También le traía sin cuidado hacerse viejo, pero echaba de menos la melena de su juventud. El dineral que se gastaba el gobierno en guerras que no servían para nada habría sido mejor invertirlo en dar con algo para evitar la calvicie. Si hubiera podido volver a tener treinta años, habría convencido a su mujer de poner su talento como química al servicio de la ciencia en lugar de ser profesora. Habría dado con la fórmula mágica, se habrían hecho ricos y habrían pasado la vejez viajando a los mejores hoteles del mundo entero.

Cambió de opinión al coger la gabardina. Viajar solo siendo viudo habría sido aún más triste, y además a él no le gustaba salir. Era la primera vez que Maggie organizaba una cena en su casa. ¿Quizá fuera a anunciarles que se casaba? Se preguntó enseguida si todavía cabría en su esmoquin. En el peor de los casos se pondría a dieta, siempre que Maggie le dejara tiempo para perder dos o tres kilos, como mucho cinco, tampoco había que exagerar, quitando algunos michelines aquí y allá, poca cosa en realidad, había conservado bastante bien la línea. La impaciente de Maggie era capaz de anunciarle como si tal cosa que la boda se celebraría el fin de semana siguiente. ¿Y qué podía comprarle de regalo? Se fijó en que tenía los párpados un poco caídos, se presionó con el índice bajo el ojo derecho y vio que eso lo rejuvenecía, pero también que parecía medio tonto. Podía pegarse dos trozos de celo debajo de los ojos, sería el hazmerreír de todos. Ray hizo varias muecas ante el espejo y le entró la risa. De buen humor, cogió su gorra, lanzó y atrapó en el aire las llaves del coche y salió de su casa con el brío de un hombre joven.

El Austin olía a polvo, un olor a viejo de lo más elegante que solo emanan los automóviles de colección. Su vecino protestaba diciendo que una ranchera A60 no podía considerarse como tal, ¡pero era pura envidia! A ver dónde había hoy en día salpicaderos de auténtico palisandro, hasta el reloj era una antigüedad. Ray lo había comprado de segunda mano, ¿cuándo había sido? Aún no habían nacido los mellizos. Por supuesto que no habían nacido, al volante de ese coche había ido a buscar a su mujer a la estación cuando se volvieron a encontrar. Y pensar que ese coche los había acompañado toda la vida… ¿Cuántos kilómetros habían recorrido en ese Austin? 224.653, uno más cuando llegara a casa de Michel. Si eso no era un automóvil de colección… ¡Menudo imbécil su vecino!

Le resultaba imposible mirar el asiento del copiloto sin entrever el fantasma de su mujer. Todavía la veía inclinarse para abrocharse el cinturón de seguridad. Nunca conseguía ponérselo y despotricaba, acusándolo de haberlo acortado para gastarle una broma y hacerle creer que había engordado. Era cierto que lo había hecho dos o tres veces, pero no más. Bueno, quizá alguna más sí, ahora que lo pensaba. Estaría bien que a uno pudieran enterrarlo en su coche. Aunque, bueno, habría que agrandar considerablemente los cementerios, y eso no sería muy ecológico.

Ray aparcó delante del edificio donde vivía Michel. Tocó dos veces la bocina y, mientras lo esperaba, se puso a observar a los peatones en las aceras brillantes de agua. Que no se quejara la gente de la lluvia inglesa, ningún país era tan verde.

Una pareja llamó su atención. El hombre no parecía muy feliz. Si de verdad había un Dios, era ese tipo quien debería haberse quedado viudo y no Ray. El mundo estaba de verdad mal hecho. ¿Por qué tardaba siempre tanto Michel en salir de casa? Porque tenía que asegurarse de que cada cosa estuviera en su sitio, la llave del gas cerrada (aunque hacía muchísimo que ya no utilizaba la cocina de gas), que todas las lámparas estuvieran apagadas, salvo la de su habitación, que dejaba siempre iluminada, y que la puerta del frigorífico quedara bien cerrada. La junta estaba vieja. Iría a cambiársela un día que Michel estuviera en el trabajo. Se lo diría una vez hecho el arreglo. Ahí estaba por fin, con su sempiterna gabardina, que no se quitaba ni en verano, y a Michel era imposible convencerlo de cambiar de ropa.

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Octubre de 2016, Beckenham, periferia de Londres

—Este texto está redactado de manera bastante astuta —dije—. Es imposible saber si quien lo ha escrito es un hombre o una mujer.

—Hombre o mujer, está mal de la cabeza. Lo único sensato de esta carta es el consejo de destruirla…

—Y el de no hablar de ella con nadie, sobre todo contigo…

—Ese has hecho bien en no seguirlo.

—Ni con papá.

—Pues ese más vale que lo sigas, porque paso de preocuparlo con estas tonterías.

—¡Deja de decirme siempre lo que tengo o no tengo que hacer, la hermana mayor soy yo!

—¿Qué pasa, que tener un año más te confiere una inteligencia superior? Si así fuera, no habrías corrido a mi casa a enseñarme esta carta.

—No he corrido, la recibí anteayer —precisé.

Maggie acercó una silla y se sentó frente a mí. Había dejado la carta sobre

la mesa. La acarició, apreciando la calidad del papel.

—No me digas que te crees una palabra de todo esto —me soltó.

—No lo sé… Pero ¿por qué perdería alguien el tiempo en escribir esta clase de cosas si no son más que mentiras? —le contesté.

—Porque en todas partes hay locos dispuestos a lo que sea por hacer daño a la gente.

—A mí no, Maggie. Dirás que mi vida es aburrida, pero que yo sepa no tengo enemigos.

—¿Ningún hombre al que hayas hecho daño?

—Ya me gustaría, pero por ese lado no hay nada hasta donde alcanza la vista

—¿Y el periodista aquel?

—Jamás sería capaz de tamaña ignominia. Además, quedamos como amigos.

—Entonces ¿cómo es que el autor de esta porquería sabe mi nombre?

—Sabe eso y mucho más sobre nosotros. Si no ha mencionado a Michel es porque…

Maggie hizo girar su mechero sobre la mesa.

—… estaba seguro de que no irías a molestar con esto a nuestro hermano.

De lo que se deduce que sabe cómo es Michel. Reconozco que da un poco de miedo —dijo de pronto.

—¿Qué hacemos? —le pregunté.

—Nada, no hacemos nada, es la mejor manera de no entrar en su juego.

Tiramos esta patraña a la basura y seguimos con nuestra vida.

—¿Tú ves a mamá dueña de una fortuna cuando era joven? No tiene ningún sentido, siempre nos ha costado llegar a fin de mes. De ser verdad que era rica, ¿por qué habríamos vivido con estrecheces?

—No exageres, tampoco éramos tan pobres, nunca nos faltó de nada — replicó Maggie, enfadada.

—A ti no te ha faltado nunca de nada, no te has enterado de un montón de cosas.

—¿Ah, sí, cuáles?

—Pues lo que nos costaba llegar a fin de mes, precisamente. ¿Crees que mamá daba clases particulares por gusto, o que papá se pasaba los fines de semana corrigiendo manuscritos porque sí?

—Era editor, y mamá, profesora; pensaba que eso formaba parte de su trabajo.

—Pues no, pasadas las seis de la tarde ya no tenía nada que ver con su trabajo. Y en vacaciones, cuando nos mandaban de campamento, ¿te crees que ellos mientras se iban al Caribe? Pues no, se quedaban trabajando. Mamá hasta hizo sustituciones de recepcionista en un hospital.

—¿Mamá? —repitió Maggie, estupefacta.

—Tres años seguidos, cuando tú tenías trece, catorce y quince años.

—¿Y por qué tú estabas al tanto y yo no?

—Porque yo les preguntaba las cosas. Ya ves como sí cuenta tener un año

—Entonces no —prosiguió—, la idea de que nuestra madre ocultara un fortunón no tiene ningún sentido.

—Aunque fortuna no quiera decir dinero necesariamente.

—Si no se trata de una verdadera fortuna, ¿por qué habría insinuado el autor de la carta que no era fruto de una herencia?

—También nos recomienda que seamos hábiles investigando, quizá sea una manera de indicarnos que su prosa es más sutil de lo que parece.

—Eso son muchos «quizá». Deshazte de esta carta, olvida incluso que la has recibido.

—¡Sí, seguro! Conociéndote, no vas a tardar ni dos días en poner patas arriba la casa de papá.

Maggie cogió el mechero y se encendió el cigarrillo. Le dio una profunda calada y exhaló el humo en vertical.

—De acuerdo —dijo por fin—. Mañana, cena familiar aquí en mi casa. Tú te ocupas de cocinar y yo, de sonsacar a papá. Solo para quedarnos tranquilas, pero estoy convencida de que será una pérdida de tiempo.

—Mañana pedirás unas pizzas e interrogaremos juntas a papá. Pero lo haremos discretamente, porque estará también Michel.

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Octubre de 2016, Beckenham, periferia de Londres

Todo parecía normal, pero nada lo era. Maggie estaba apoyada en el marco de la puerta, haciendo rodar entre los dedos un cigarrillo apagado. Algo le decía que encenderlo daría validez a las tonterías que acababa de leer.

Muy tiesa en mi silla, como una alumna sentada en primera fila que no quiere atraer sobre sí la ira de la profesora, sostenía la carta en la mano, en un estado cercano al estupor religioso.

—Reléela —me ordenó Maggie.

—Por favor. Reléela, por favor —no pude evitar corregirla.

—¿Quién de las dos se ha plantado en casa de la otra en plena noche? Así que no me des la tabarra, haz el favor…

¿Cómo podía Maggie pagar el alquiler de un apartamento de dos habitaciones cuando a mí, que tenía un trabajo de verdad, apenas me alcanzaba para un estudio? Nuestros padres debían de haberla ayudado, estaba claro. Y si seguía ocupándolo ahora que mamá había muerto, era porque papá estaba en el ajo, y eso era lo que me molestaba. Algún día tendría que atreverme a preguntárselo en una cena familiar. Sí, pensaba, algún día reuniré el valor de afirmarme de una vez por todas frente a mi hermana menor y de ponerla en su sitio cuando me habla mal, y un montón de cosas más que se me ocurrían para no pensar en esa carta que iba a releerle a Maggie puesto que acababa de ordenármelo.

—¿Te ha comido la lengua el gato, Rigby?

Odio cuando Maggie me acorta el nombre quitándole la parte femenina. Y ella lo sabe de sobra. Pese a lo mucho que nos queremos, nos cuesta llevarnos bien. De niñas, a veces llegábamos a arrancarnos el pelo a mechones cuando nos peleábamos, y esas peleas fueron a peor en la adolescencia. Discutíamos hasta que Michel se agarraba la cabeza con las manos, como si un mal destilado por la maldad de sus hermanas le latiera en las sienes y lo martirizara. Entonces dejábamos a un lado la discusión, cuyo motivo hacía tiempo que habíamos olvidado, y, para convencerlo de que no era más que un juego, nos abrazábamos y, fingiendo que jugábamos al corro, lo arrastrábamos a él alegremente para que se nos uniera.

Maggie soñaba con tener mi cabello pelirrojo y mi apariencia serena, creyendo que nada podía afectarme. Yo en cambio me moría por su melena morena, que tantas burlas me habría evitado en el colegio, su belleza imperturbable y su aplomo. Nos enfrentábamos por todo, pero si un desconocido o nuestros padres criticaban a una de las dos, la otra acudía al rescate enseñando los dientes, dispuesta a morder para proteger a su hermana. Suspiré y empecé a leer en voz alta.

Querida Eleanor:

Me disculpará que la llame así, pero los nombres compuestos me parecen demasiado largos, aunque el suyo es precioso, pero ese no es el objeto de esta carta.

Imagino que habrá vivido el fallecimiento repentino de su madre como una profunda injusticia. Estaba hecha para ser abuela, morir de muy anciana en su cama, rodeada por su familia, a la que tanto había dado. Era una mujer notable, dotada de una gran inteligencia y capaz de lo mejor y de lo peor, pero usted solo conoció lo mejor.

Así son las cosas, no sabemos de nuestros padres más que lo que estos quieren contarnos, lo que queremos ver de ellos, y olvidamos, porque es lo natural, que tuvieron una vida antes de nosotros. Quiero decir que tuvieron una vida solo suya, que conocieron el sufrimiento de la juventud, así como sus mentiras. Ellos también tuvieron que romper sus cadenas, que liberarse. La pregunta es: ¿cómo lo hicieron?

Su madre, por ejemplo, renunció hace treinta y cinco años a una fortuna considerable. Pero esa fortuna no era fruto de una herencia. Entonces, ¿en qué condiciones la consiguió? ¿Le pertenecía o la robó? Si no la robó, ¿por qué renunciar a ella? Le corresponde a usted dar respuesta a todas estas preguntas, si es que le interesa hacerlo. En caso afirmativo, le sugiero que lleve a cabo sus pesquisas con inteligencia. Como bien imaginará, una mujer tan sensata como su madre no enterraría sus secretos más íntimos en un lugar fácil de encontrar. Cuando haya descubierto las pruebas de que mis preguntas tienen fundamento — sé que en un primer momento su reacción será no creerme—, llegado el momento tendrá que venir a mi encuentro, pues vivo en la otra punta del globo. Pero por ahora debo dejarla reflexionar. Tiene mucha tarea por delante.

Disculpe también que mantenga el anonimato, no crea que es por cobardía, si obro así es por su propio bien.

Le recomiendo encarecidamente que no hable con nadie de esta carta, ni con Maggie ni con su padre, y que la destruya nada más leerla. Conservarla no le sería de ninguna utilidad. Crea en la sinceridad de mis palabras; le deseo lo mejor y le hago llegar, aunque con retraso, mi más sentido pésame.

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Sally-Anne

Cuando salió del loft, tuvo que afrontar la gran escalera. Ciento veinte escalones muy empinados que conducían a tres rellanos escasamente iluminados por una bombilla que colgaba de un cordón de cables trenzados, tenue halo de luz en aquel abismo. Bajarla era un juego temerario; subirla, algo parecido a un suplicio. Sally-Ann hacía ambas cosas dos veces al día. El montacargas ya no daba más de sí. Su vieja reja moteada de herrumbre se confundía con las paredes color ocre.

Cuando Sally-Anne abría la puerta del edificio, la claridad terrosa de los muelles siempre la deslumbraba. A su alrededor todo eran antiguos almacenes de ladrillo rojo. En el extremo de un espigón azotado por el viento marino se erguían altas grúas que acarreaban los contenedores de los últimos cargueros que atracaban en ese puerto en claro declive. El barrio aún no había conocido la gentrificación de hábiles promotores. En aquella época solo habían elegido como domicilio esos espacios abandonados algún que otro aprendiz de artista, músicos o pintores en ciernes, jóvenes sin un céntimo que se codeaban con niños de papá, y juerguistas solitarios que tenían problemas con la justicia. La tienda de alimentación más cercana estaba a diez minutos en moto.

Sally-Anne tenía una Triumph Bonneville de 650 centímetros cúbicos capaz de superar los 160 por hora, si eras tan loco de querer jugarte así el tipo. El depósito azul y blanco estaba abollado de resultas de una caída memorable cuando aún estaba aprendiendo a domar a la bestia.

Unos días antes, sus padres le sugirieron que dejara la ciudad y fuera a descubrir mundo. Su madre garabateó un cheque, lo arrancó de la chequera con un gesto delicado que ponía de relieve su perfecta manicura, y se lo entregó a su hija, desentendiéndose así de ella.

Sally-Anne consideró la cantidad, imaginó gastarla en juergas y borracheras pero, al final, más molesta por la distancia que su familia le imponía que por la expiación de una falta que no había cometido, resolvió vengarse. Estaba decidida a tener un éxito tal que un día lamentaran haberla repudiado. Un proyecto sin duda ambicioso, pero Sally-Anne contaba con una inteligencia sin igual, un cuerpo bonito y una libreta de contactos bien surtida. En su familia el éxito se medía en función de la cuenta bancaria y las posesiones de las que se pudiera alardear. A Sally-Anne nunca le había faltado el dinero, pero tampoco la había atraído nunca demasiado. Le gustaba estar rodeada de gente y, desde muy joven, le traía sin cuidado molestar a su familia frecuentando a quienes no pertenecían a su entorno. Sally-Anne tenía sus defectos, pero había que reconocerle que las suyas eran amistades sinceras.

El cielo presentaba un azul engañoso, que no debía hacerle olvidar que había llovido toda la noche. En moto, una calzada mojada no perdona. La Triumph devoraba el asfalto, Sally-Anne sentía el calor del motor entre las pantorrillas. Conducir esa máquina le daba una sensación de libertad inigualable.

Distinguió a lo lejos en un cruce una solitaria cabina telefónica en esa tierra de nadie que se extendía ante ella. Echó una ojeada a la esfera de su reloj, que asomaba entre los botones del guante, aminoró la marcha y frenó. Aparcó la moto junto a la acera y le puso la pata de cabra. Necesitaba asegurarse de que su cómplice sería puntual.

Cinco timbrazos, May ya debería haber contestado. Sally-Anne sintió un nudo en la garganta, hasta que por fin oyó un clic.

—¿Todo bien?

—Sí —contestó la voz, lacónica.

—Ya voy de camino. ¿Estás preparada?

—Supongo que sí, aunque de todos modos es demasiado tarde para echarnos atrás, ¿verdad?

—¿Por qué querríamos echarnos atrás? —preguntó Sally-Anne.

May podría haberle enumerado todas las razones que se le venían a la mente. Su proyecto era demasiado arriesgado, ¿de verdad valía la pena lo que estaba en juego? Para qué esa venganza si no borraría nada de lo que había ocurrido. ¿Y si las cosas no salían como habían previsto, y si las descubrían? Que las considerasen culpables dos veces sería demasiado para ellas. Pero si aceptaba correr esos riesgos, era por su amiga y no por ella, así es que May se calló.

—No llegues tarde —insistió Sally-Anne.

Un coche de policía pasó por allí y Sally-Anne contuvo la respiración pensando que tenía que combatir la inquietud, porque si no, ¿qué sería de ella cuando pasara de verdad a los hechos? Por ahora no tenía nada que reprocharse, su moto estaba bien aparcada, y utilizar una cabina telefónica no era ilegal. El coche patrulla pasó de largo, el agente al volante se tomó tiempo para lanzarle una mirada seductora. «¡Lo que me faltaba!», pensó colgando el teléfono.

Echó otra ojeada a su reloj: llegaría a la puerta de los Stanfield pasados veinte minutos, saldría de su casa antes de que hubiera transcurrido una hora y estaría de vuelta en hora y media. Noventa minutos que lo cambiarían todo, para May y para ella. Se subió a la moto, arrancó el motor con un golpe de talón y volvió a ponerse en camino.

En la otra punta de la ciudad, May se estaba poniendo el abrigo. Comprobó que la ganzúa de diamante seguía envuelta en el pañuelo de papel en el fondo de su bolsillo derecho y pagó al cerrajero que se la había fabricado. Al salir del edificio, notó el frío intenso. Las ramas desnudas de los álamos crujían, azotadas por el viento. Se subió el cuello del abrigo y se encaminó a la parada a esperar el autobús.

Sentada junto a la ventanilla, contempló su reflejo, se echó el cabello hacia atrás y se ajustó la horquilla del moño. Dos filas de asientos por delante, un hombre escuchaba una pieza de Chet Baker en una pequeña radio que tenía sobre el regazo. Su nuca se balanceaba al lento compás de la balada. El hombre sentado a su lado hojeaba un periódico ruidosamente para molestarlo tanto como My Funny Valentine parecía molestarlo a él.

—Es la canción más bonita que conozco —murmuró su vecina de asiento.

May la encontraba más triste que bonita, o a medio camino entre las dos cosas. Se apeó seis paradas después y se detuvo al pie de la colina a la hora prevista. Sally-Anne la esperaba ya en su moto. Le alargó un casco y esperó a que se sentara de paquete. El motor rugió y la Triumph subió la cuesta.

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Me llamo Donovan

Puede que os suene mi nombre. Mis padres eran fans de los Beatles.

Eleanor Rigby es el título de una canción escrita por Paul McCartney.

Mi padre odia que le diga que su juventud transcurrió en el siglo pasado, pero en la década de 1960, los forofos de la música rock se dividían en dos categorías: Rolling Stones o Beatles. Por una razón que no comprendo, era inconcebible que te gustaran los dos grupos.

Mis padres tenían diecisiete años cuando flirtearon por primera vez, en un pub londinense cerca de Abbey Road. Toda la sala coreaba All you need is love, con los ojos fijos en una pantalla de televisión en la que se retransmitía vía satélite un concierto de los Beatles. Setecientos millones de telespectadores los acompañaban en su enamoramiento, lo que bastaría para hacer inolvidable el principio de su relación. Y eso que se perdieron de vista unos años más tarde. Pero, como la vida está llena de sorpresas, volvieron a encontrarse en circunstancias bastante cómicas, a punto de cumplir los treinta. Yo fui concebida trece años después de su primer beso. Se tomaron su tiempo.

Y como da la casualidad de que mi padre tiene un sentido del humor que apenas conoce límites se cuenta en la familia que fue esta virtud la que cautivó a mi madre, cuando fue a registrar mi partida de nacimiento, decidió llamarme Eleanor-Rigby.

Era la canción que escuchábamos sin parar mientras te inventábamos me contó un día para justificarse. Un detalle que no me apetecía en absoluto conocer, de una situación que me apetecía aún menos imaginar. Podría decir que mi infancia fue difícil; pero no sería verdad, y yo nunca he sabido mentir. La mía es una familia disfuncional, como lo son todas. También aquí hay dos categorías: las que lo reconocen y las que hacen como si nada.

Disfuncional pero alegre, a veces casi demasiado. En casa es imposible decir nada en tono serio sin ser objeto de burla. Hay una voluntad absoluta de no tomarse nada a pecho, ni siquiera lo que puede acarrear graves consecuencias.

Y he de reconocer que con frecuencia esto me ha enfurecido. Mis padres a menudo se han achacado mutuamente esa pizca de locura que siempre ha estado presente en nuestras conversaciones, nuestras comidas, nuestras veladas, mi infancia, la de mi hermano (nació veinte minutos antes que yo) y la de Maggie, mi hermana pequeña.

Maggie —séptima canción de la cara A del álbum Let it be—, tiene un corazón como una casa, un carácter que para qué y un egoísmo sin límites cuando se trata de las pequeñas cosas cotidianas. No son cosas incompatibles.

Si tienes un problema de verdad, ahí estará siempre Maggie. Si son las cuatro de la mañana y te niegas a montarte en el coche de dos amigos demasiado borrachos para conducir, le cogerá a papá las llaves de su Austin e irá en pijama a buscarte a la otra punta de la ciudad, y de paso dejará en su casa a los dos amigos después de echarles una buena bronca, aunque sean dos años mayores que ella. Pero intenta robarle una tostada del plato durante el desayuno y te dolerán los brazos durante días; tampoco esperes que te deje un poco de leche en el frigorífico. Por qué mis padres la trataron siempre como a una princesa sigue siendo para mí un misterio. Mamá le tenía una admiración enfermiza, su benjamina estaba destinada a hacer grandes cosas. Maggie sería médico o abogada, o incluso ambas cosas, salvaría a viudas y huérfanos, erradicaría el hambre en el mundo… Resumiendo, que era la niña mimada, y toda la familia tenía que velar por su futuro.

Mi hermano mellizo se llama Michel —séptima canción de la cara A de Rubber Soul, aunque en el disco en cuestión el nombre está en femenino—. El ginecólogo no le vio la colita en la ecografía. Según parece estábamos demasiado pegados el uno al otro. Errare humanum est. Gran sorpresa en el momento del parto. Pero el nombre estaba elegido, y ya no se cambiaba. Papá se contentó con quitarle una ele y una e, y mi hermano pasó los primeros tres años de su vida en una habitación con las paredes pintadas de rosa y un friso en el que Alicia corría persiguiendo conejos. La miopía de un ginecólogo puede tener consecuencias insospechadas.

Algunas personas tan bien educadas como hipócritas os dirán en tono cohibido que Michel es un poco especial. Los prejuicios son una cualidad inherente a la gente convencida de que lo sabe todo de todo. Michel vive en un mundo que no conoce la violencia, la mezquindad, la hipocresía, la injusticia ni la maldad. Un mundo desordenado para los médicos, pero donde, para él, cada cosa y cada idea tienen su sitio; un mundo tan espontáneo y sincero que me lleva a pensar que quizá los especiales, por no decir anormales, seamos nosotros. Esos mismos médicos nunca han sido capaces de saber a ciencia cierta si tenía el síndrome de Asperger o si, sencillamente, era diferente. No es nada sencillo en realidad, pero Michel es un hombre de una dulzura increíble, sensato como él solo, y una fuente inagotable de ataques de risa. Así como yo no sé mentir, Michel, en cambio, es incapaz de no decir lo que piensa en el momento en que lo piensa. A los cuatro años, cuando por fin se decidió a hablar, haciendo cola ante la caja del supermercado le preguntó a una señora en silla de ruedas que dónde había encontrado esa carroza. Mamá, anonadada al oírlo por fin pronunciar una frase construida, primero lo abrazó y lo llenó de besos, y luego se puso como un tomate. Y la cosa no había hecho más que empezar…

Mis padres se amaron desde la noche en que se reencontraron. Hubo entre ellos frías mañanas de invierno, como en todas las parejas, pero siempre se reconciliaron, se respetaron y sobre todo se admiraron mutuamente. Un día, al poco de separarme del hombre del que pese a todo seguía enamorada, cuando les pregunté cómo habían conseguido quererse toda la vida, mi padre me contestó: «Una historia de amor es el encuentro entre dos personas dispuestas a dar, dar y dar».

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