You are viewing a read-only archive of the Blogs.Harvard network. Learn more.

Octubre de 1980, Baltimore

Sally-Anne sabía de lo que hablaba. Conocía bien a la gente de su entorno, esa gente a la que la vida se lo había dado todo. Aquellos que, por su rango, reciben sin tener que mover un dedo lo que otros reclaman, gozan de aquello que otros solo sueñan alcanzar. Esos clanes a los que sus propios miembros, seguros de su superioridad, desprecian para suscitar mejor la envidia y la admiración. Rechazar para seducir y hacerse desear, ¿hay algo más malicioso que eso? Para no seguir siendo como ellos, Sally-Anne había cambiado de vida, de barrio, de apariencia, hasta el punto de sacrificar su bonita cabellera y adoptar un peinado masculino. El ambiente de la época olía a libertad, Sally-Anne dejó de abrazar a los chicos para abrazar nobles causas. Su país, que se jactaba de ser el de las libertades, había practicado la esclavitud y posteriormente la segregación, y dieciséis años después de la promulgación de las leyes de 1964, las mentalidades apenas habían evolucionado. Después de los negros, ahora les tocaba a las mujeres luchar por sus derechos, y tenían lucha para rato. Sally-Anne y May, empleadas de un gran periódico, eran soldados ejemplares de esa lucha. Documentalistas ambas, habían alcanzado la cúspide de la escala jerárquica para las mujeres que trabajaban en ese ámbito. Pero si solo eran documentalistas y recibían una remuneración acorde con esa función, ¿por qué escribían la mayoría de los artículos que unos hombres arrogantes se contentaban con leer antes de firmar? May era la mejor de las dos. Tenía un don para descubrir temas polémicos. Esos que arrollaban los privilegios y denunciaban la lentitud del poder a la hora de llevar a cabo las reformas prometidas. Dos meses antes se habían interesado por los grupos de presión que sobornaban a senadores para frenar su celo de promulgar leyes contra la corrupción o la toxicidad, que las industrias pasaban por alto para optimizar sus beneficios, contra el tráfico de armas, más rentable que la escolarización de los niños de familias desfavorecidas, contra la reforma de una justicia que de justa solo tenía el nombre. En sus horas libres había llevado a cabo una magnífica investigación, desplazándose a una ciudad donde una empresa minera contaminaba alegremente el depósito de agua vertiendo sin reparos plomo y nitratos en el río que lo alimentaba. Los dirigentes lo sabían, al igual que el consejo de administración de la compañía, el alcalde y el gobernador, pero todos ellos eran accionistas o se beneficiaban de los favores de esta empresa. May había recopilado numerosas pruebas de estos hechos, sus causas y sus consecuencias sobre la salud pública, las infracciones a las normas de seguridad más evidentes y la corrupción generalizada, que gangrenaba a los gerifaltes del municipio y del Estado. Pero, tras leer su artículo, su redactor jefe le rogó que en el futuro se limitara a las investigaciones que el periódico le encargara expresamente. Arrojó su artículo a la papelera y le pidió que le trajera un café, sin olvidar el azucarillo.

May se tragó las lágrimas, negándose a someterse. Contrariamente al dicho, el plato de la venganza no se sirve frío sino tibio. Frío ya no tiene ningún interés, le había dicho Sally-Anne para consolarla una noche, al final de la primavera, en la que, en un modesto restaurante italiano, había nacido el proyecto que cambiaría el curso de sus vidas.

—Vamos a fundar un periódico de investigación que no esté sometido a ninguna censura, donde se pueda escribir sobre todas las verdades —lanzó Sally-Anne.

Y, como los amigos que cenaban con ellas no le prestaron demasiada atención, May, que estaba algo más que achispada, no dudó en subirse a la mesa para reclamar silencio.

—Las redactoras serán exclusivamente mujeres —añadió levantando su copa—. Los hombres no podrán acceder a más funciones que las de secretarios, recepcionistas o, como mucho, documentalistas.

—En el fondo eso sería alimentar el mal que queremos combatir —se opuso Sally-Anne—. Tenemos que contratar a las personas en función de sus aptitudes, sin prejuicios de sexo, color de piel o religión.

—Tienes razón, y hasta podríamos proponerle a Sammy Davis Jr. que formara parte del consejo de administración.

Comments off

Octubre de 1980, Baltimore

La luna derramaba su claridad plateada sobre las lucernas, la luz oblicua revelaba las motas de polvo suspendidas en el aire. May dormía profundamente, los pliegues de las sábanas se ajustaban a las curvas de su cuerpo. Sentada al pie de la cama, Sally-Anne la observaba, atenta a su respiración. En ese instante, ver dormir a May era lo único que le importaba. Como si en el mundo no existiera nada más, el universo entero cabía en ese

loft. Una hora antes la habían despertado visiones del pasado. Rostros conocidos, inmóviles y sin expresión, la juzgaban. Estaba sentada en una silla en mitad de un estrado, fusilada por sus miradas. Su manera de ser era fruto de una adolescencia en la que lo había aprendido todo sin que nadie le enseñara nada.

¿Pueden dos cuerpos rotos sanar al unirse? ¿El dolor de dos seres se resta o se añade?, se preguntaba.

—¿Qué hora es? —masculló May.

—Las cuatro de la mañana, quizá algo más tarde.

—¿En qué piensas?

—En nosotras.

—¿Cosas buenas o cosas malas?

—Vuelve a dormirte.

—No mientras te quedes ahí mirándome.

Sally-Anne fue a calzarse las botas y cogió su cazadora del respaldo de una silla.

—No me gusta que te vayas por ahí en moto de noche.

—No tienes por qué preocuparte, iré con cuidado.

—Sí, seguro. Quédate, voy a preparar un té —insistió May.

Se levantó, tapándose con la sábana, y cruzó la habitación. Un hornillo, unos cuantos platos, vasos descabalados y dos tazas de porcelana sobre una mesa de caballetes junto a un fregadero hacían las veces de cocina. May puso el hervidor en el fregadero, quitó la tapa y abrió el grifo. Luego fue a buscar la caja del té, guardada en un antiguo armario botiquín reconvertido, se puso de puntillas para coger dos bolsitas de té Lipton y dos azucarillos de un bote de barro, encendió una cerilla y reguló la llama azulada del infiernillo.

—¡Sobre todo no me ayudes!

—Estoy esperando a ver si te apañas con una sola mano —contestó Sally-

Anne con una sonrisita burlona.

May se encogió de hombros y soltó la sábana.

—Haz el favor de recogerla y ponerla en la cama, no me gusta dormir entre polvo.

Sirvió el té, le alargó una taza a Sally-Anne, cogió la suya y volvió a sentarse en la cama con las piernas cruzadas.

—Han llegado las invitaciones —dijo por fin Sally-Anne.

—¿Cuándo?

—Ayer por la tarde, pasé por la estafeta para coger el correo.

—Y no has juzgado conveniente decírmelo antes.

—Anoche lo estábamos pasando bien, temía que te obsesionaras con ello.

—No me gustan esos tíos con los que salimos, sus conversaciones políticas de tres al cuarto me aburren, esa actitud que tienen como de querer cambiar el mundo cuando se tiran todo el día fumando porros. Así que, siento decepcionarte, pero anoche tampoco es que me lo pasara tan bien. ¿Me las enseñas?

Sally-Anne se sacó dos sobres del bolsillo y los arrojó sobre la cama con un gesto indolente. May abrió el que iba a su nombre. Acarició la tarjeta, admiró el relieve de las letras impresas y se fijó en la fecha. La fiesta se celebraría dentro de dos semanas. Las mujeres, adornadas con sus mejores joyas, vestirían de manera extravagante, los hombres llevarían trajes grotescos, y algunos viejos cascarrabias, negándose a prestarse al juego, se contentarían con un esmoquin y un simple antifaz para ocultarse el rostro.

—Nunca en mi vida me ha apetecido tanto ir a un baile de disfraces — dijo May con una risita burlona.

—Nunca dejas de sorprenderme. Pensaba que te entraría miedo solo de ver las invitaciones.

—Pues no, ya no. No después de haber vuelto a esa casa. Cuando nos fuimos, me di cuenta de lo mucho que me había costado volver a poner los pies allí. Y me juré que nunca volvería a tenerles miedo.

—May…

—Vete en moto por ahí o vuelve a la cama conmigo, pero decídete.

Sally-Anne recogió la sábana y cubrió con ella a May. Se desnudó deprisa y se tumbó a su lado, sonriendo de nuevo.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó May.

—Nada, me gusta verte así de vengativa.

—Quiero que sepas una cosa que solo me concierne a mí, pero quiero que estés al corriente. Nunca dejaré que me cojan viva.

—¿De qué estás hablando?

—Me has entendido perfectamente. La vida es demasiado corta para abrumarse con tristezas superfluas.

—May, mírame a los ojos. Creo que estás cometiendo un error muy gordo. Pensar solo en vengarte sería otorgarles demasiada importancia. Se trata solo de que te devuelvan lo que no merecen tener.

Comments off

Octubre de 2016, Beckenham

Y concluyó la cancioncilla clamando:

—Lo siento, bonita, te ha tocado. A mí no me apetece lo más mínimo tener hijos.

—¿Con Fred o en general?

—Al menos tenemos respuesta a la pregunta de la noche: mamá estaba sin un céntimo cuando conoció a papá.

—Puede, pero han surgido otras preguntas —objeté yo.

—Sí, pero, bueno, tampoco vamos a darle tanta importancia al tema.

Mamá dejó a papá cuando eran jóvenes, y luego volvió sin pena ni gloria diez años después.

—Me da la impresión de que la verdad es más compleja.

—Deberías renunciar a los viajes para dedicarte al periodismo de investigación sentimental.

—Tus ironías me dejan fría. Te estoy hablando de papá y mamá, de esa carta extraña que hemos recibido, de las zonas de sombra de sus vidas, de las mentiras que nos han contado. ¿No tienes ganas de saber más sobre tus propios padres? ¡Solo te importas tú!

—Touché!, y qué amable tú también.

—Pues te diré que, al contrario de lo que piensas, el hecho de que mamá no tuviera un céntimo corrobora las acusaciones de la carta.

—¿Qué pasa, que toda la gente sin un céntimo obligatoriamente tiene que haber renunciado a una fortuna?

—Tú nunca has estado sin un céntimo porque nuestros padres siempre te han ayudado.

—Rigby, ¿quieres que cantemos a coro el estribillo que mascullas desde siempre? Maggie, la benjamina, sobre cuya cuna la familia generosa no ha dejado de inclinarse. Sí, pero ¿quién de las dos tiene un estudio en Londres y quién vive en la periferia a una hora en tren? ¿Cuál de las dos se pasa el año recorriéndose el mundo y quién se queda aquí ocupándose de papá y de Michel?

—No tengo ganas de discutir, Maggie. Solo me gustaría que me ayudaras a aclarar las cosas. Si nos han mandado esta carta es por una razón. Aunque lo que cuenta no tenga fundamento, tiene que haber a la fuerza un motivo para todo esto. ¿Quién nos ha escrito y por qué?

—¡Quién te ha escrito! Te recuerdo que se suponía que ni siquiera debías contármelo.

—¿Y si el autor me conoce lo suficiente como para saber que lo haría de todos modos? ¿Y si incluso su intención ha sido incitarme a ello?

—Te lo concedo, esa habría sido la mejor manera de hacerlo. Bueno, percibo en tu voz una llamada de socorro, así que, vale, se me ocurre que invites a papá a comer un día de estos en Chelsea. Refunfuñará, pero se alegrará de tener una excusa para coger su Austin. Asegúrate de elegir un restaurante cerca de un aparcamiento, se niega a confiárselo a un aparcacoches. No digas nada, me troncho cada vez que lo pienso. Tengo una copia de sus llaves, iré a rebuscar en su casa en cuanto se vaya.

No me gustaba la idea de manipular a mi padre pero, a falta de un plan mejor, acepté la propuesta de mi hermana.

La estación estaba desierta. A esa hora ya no había nadie más que nosotras esperando el tren. La pantalla anunciaba la llegada inminente del Southeastern en dirección a Orpington. En Bromley tenía que cambiar de línea para coger la de Victoria Station, y luego un autobús que me dejaría a diez minutos a pie de mi estudio.

Comments off

Octubre de 2016, Beckenham

Me levanté de la mesa, decidida a dejarle a la pareja su intimidad. Fred y Maggie llevaban solos en la cocina diez minutos por lo menos. Entré para despedirme de ellos.

Trapo en mano, Fred secaba los vasos. Maggie, sentada en la encimera con las piernas cruzadas, fumaba un cigarrillo, exhalando el humo por la ventana entreabierta.

Se ofreció a llamarme un taxi. Pero de Beckenham hasta mi casa me habría costado una fortuna. Le di las gracias, pero prefería volver en tren.

—Pensaba que te habrías ido con papá —dijo con flagrante mala fe—.

¿No te vas a dormir a su casa?

—Me parece que esta noche él prefería estar solo, y además tengo que hacer un esfuerzo por retomar mi vida londinense.

—Y muy bien que haces —terció Fred quitándose los guantes—.

Beckenham, Croydon, estos barrios periféricos están demasiado lejos.

—O Primrose Hill está demasiado lejos de mi barrio, y es demasiado esnob —replicó Maggie arrojando la colilla al agua de fregar los platos.

—Os dejo solitos —suspiré poniéndome el abrigo.

—Fred te llevará encantado a la estación en su precioso coche. Podría incluso llevarte hasta Londres e irse a dormir a su bonito Primrose Hill.

Le lancé una mirada reprobadora a mi hermana. ¿Cómo se las apañaba para conservar a un hombre a su lado siendo tan poco amable, mientras que yo, que era la amabilidad en persona, vivía un eterno celibato? Otro misterio…

—¿Quieres que te lleve, Elby? —se ofreció Fred, doblando el trapo.

Maggie se lo arrancó de las manos y lo lanzó al cubo de la ropa sucia.

—Consejito de hermana, solo Michel puede permitirse acortarle el nombre, es algo que odia. Y necesito tomar el aire, voy a acompañarla un trecho.

Maggie fue hasta la entrada, cogió un jersey y me arrastró del brazo hacia la calle.

Las aceras, que brillaban por la lluvia bajo la luz anaranjada de las farolas, estaban bordeadas por modestas casas victorianas, en su mayoría de una sola planta o dos como mucho, de torres de ladrillo de fachadas decrépitas, destinadas a viviendas sociales, y de algún que otro descampado aquí y allá.

En el cruce, el barrio recuperaba su animación. Maggie saludó al sirio de la tienda de alimentación, abierta todo el día. Su negocio marcaba la frontera con la calle comercial, más iluminada. Había una lavandería automática junto a una tienda de kebabs; a continuación, un restaurante indio en el que solo quedaban dos comensales; y un antiguo videoclub, cuyo escaparate estaba condenado con tablas clavadas cubiertas de carteles, rotos la mayoría. La noche cayó del todo justo cuando bordeábamos las verjas de un parque. Pronto el aire se impregnó del olor a metal de los raíles y del balasto sucio. Al acercarnos a la estación, solté otro suspiro.

—¿Te pasa algo? —me preguntó Maggie.

—¿Por qué sigues con él? Siempre estáis a la gresca, ¿qué sentido tiene?

—A veces me pregunto de dónde te sacas esas expresiones… ¡Qué sentido tendría soportar a un tío si no le pudiera cantar las cuarenta de vez en cuando!

—Para eso prefiero seguir soltera.

—Pues eso es exactamente lo que haces, me parece a mí.

—Touché! Y muchas gracias por decirme esas cosas, qué amable, ¿no?

—No me halagues, ¿quieres? Bueno, a todo esto, esta noche no hemos llegado a nada con papá.

—Ya, pero tampoco es que nos hayamos deslomado en la cocina, y encima nos hemos reído un montón. ¿Qué mosca le habrá picado ahora con lo de casaros? ¿Será que tiene ganas de ser abuelo? —dije yo.

Maggie se paró en seco y me señaló con el dedo antes de ponerse a canturrear:

Pinto, pinto, gorgorito,

¿dónde vas tú tan bonito?

A la era verdadera,

Pim, pam, pum… ¡fuera!

Comments off

Octubre de 2016, Beckenham

—Cada vez… —precisó Michel.

—Vale, cada vez. En realidad, cuando vuestra madre volvió a Inglaterra no tenía dónde dormir. Yo era la única persona a la que conocía en la ciudad. Buscó mi nombre en la guía en una cabina telefónica. En esa época no había Internet, así que a la gente se la encontraba de esa manera tan sencilla. Donovan no es un apellido corriente, éramos solo dos en Croydon. El otro tenía setenta años, era soltero y no tenía hijos. Os podéis imaginar mi sorpresa cuando oí su voz. Era el final del otoño y hacía ya un frío helador. Me dijo, lo recuerdo como si fuera ayer: «Ray, te sobran motivos para colgarme el teléfono. Pero solo te tengo a ti y no sé adónde ir». ¿Qué se le puede contestar a una mujer que te dice «Solo te tengo a ti»? Yo supe en ese preciso instante que el destino nos había reunido definitivamente. Cogí el Austin, sí, no me miréis así, el que está aparcado en la puerta y que todavía funciona, mal que le pese al imbécil de mi vecino, y fui a buscarla. Diría que la vida me dio la razón pues, treinta y cinco años más tarde, tengo la suerte de haber compartido esta noche esta porquería de pizza con mis tres maravillosos hijos y mi no-yerno.

Lo mirábamos todos en un silencio casi religioso. Papá carraspeó y añadió.

—Igual es hora ya de que lleve a Michel a casa.

—¿Por qué te sobraban motivos para colgarle el teléfono? —le pregunté yo.

—Otro día, cariño, si no te importa. Rememorar estas cosas me ha costado cierto esfuerzo y, por esta noche, prefiero quedarme con un buen ataque de risa antes que acostarme deprimido.

—Entonces, en la primera parte de vuestra relación, cuando teníais entre diecisiete y veinte años, ¿fue ella la que te dejó?

—Ha dicho que otro día —intervino Maggie antes de que papá contestara.

—Exacto —dijo Michel—. Pero es mucho más complicado de lo que parece —añadió levantando el índice.

Michel tiene esa costumbre de levantar el índice, como para frenar sus pensamientos cuando se le aturullan en la cabeza. Tras unos segundos en los que cada cual contuvo la respiración, prosiguió.

—En realidad, papá expresaba así su deseo de no contarnos más esta noche. En mi opinión, «otro día» indica que quizá pueda cambiar de idea… otro día, precisamente.

—Ya lo habíamos entendido, Michel —le espetó Maggie.

Como le parecía que las cosas estaban claras, Michel apartó la silla, se puso la gabardina, me dio un beso, le estrechó la mano a Fred sin ganas y abrazó fuerte a Maggie. En circunstancias excepcionales, medidas excepcionales… y, de hecho, aprovechó para felicitarla al oído.

—¿Por qué me felicitas? —le preguntó ella, también al oído.

—Por no casarte con Fred —le contestó Michel.

Padre e hijo no dijeron una palabra en el camino de vuelta, al menos no hasta que el coche se detuvo al pie de la casa de Michel. Inclinándose para abrirle la puerta, Ray lo miró fijamente y le preguntó con mucho cariño:

—No les vas a decir nada, ¿verdad? Me corresponde a mí contárselo algún día, ¿lo entiendes?

Michel lo miró a su vez y contestó:

—Puedes dormir tranquilo, papá, y sobre todo sin bajones de ánimo…

Aunque no creo que el ánimo sea algo que pueda subir o bajar dentro del cuerpo, pero lo comprobaré mañana en la biblioteca.

Dicho esto, lo besó en la mejilla y bajó del coche.

Papá esperó a que entrara en el edificio antes de alejarse.

Comments off

Octubre de 2016, Beckenham

Papá, igual de sorprendido que él por ese arranque de cariño, contuvo la respiración, confiando en que la gran noticia no se hiciera esperar más. Que Maggie se casara era algo normal, pero lo que quería saber era cuándo.

—Bueno, cariño, basta de charlas, esta espera me está matando. ¿Cuándo será? Lo ideal sería dentro de tres meses; uno al mes es lo razonable, porque a mi edad ya no se pierden así como así, ¿sabes?

—Perdona —contestó Maggie—, pero ¿de qué me estás hablando?

—¡De los kilos que tengo que perder para caber en el esmoquin!

Miré a mi hermana, estábamos ambas perplejas. Michel suspiró y acudió en auxilio de todos nosotros.

—Para la boda. El esmoquin es para la boda —explicó.

—Para eso nos has reunido —añadió papá—. Y, de hecho, ¿dónde está?

—¿Quién?

—El simpático de Fred —contestó Michel lacónicamente.

—Vamos a esperar un poco, y si no estáis mejor dentro de media hora, os llevo a los dos al hospital —dijo Maggie.

—Mira, Maggie, como sigas así, al final te vamos a llevar a ti a urgencias.

¿Qué modales son esos? Me pondré el esmoquin, caiga quien caiga. Siempre me ha quedado un poco grande, así es que si contengo la respiración tendría que ser capaz de abrochármelo. Bueno, es marrón, no se va de marrón a una boda, pero ante circunstancias excepcionales, medidas excepcionales… Después de todo, estamos en Inglaterra, no en Las Vegas, así que si no se dispone de un plazo razonable para prepararse para tamaño acontecimiento, pues no se dispone y punto.

Nuevo intercambio de miradas entre mi hermana y yo. Fui la primera en estallar en una carcajada que no tardó en contagiar a todos los presentes. Salvo papá, pero solo un momento: nunca había sabido resistirse a un episodio de risa floja, y terminó por unirse al resto de la familia. Cuando Maggie logró por fin recuperar el aliento, se enjugó los ojos y soltó un hondo suspiro.

La llegada inesperada de Fred tuvo por efecto un nuevo ataque de risa, y Fred nunca entendió el motivo de esas carcajadas generalizadas.

—Entonces, si no os casáis, ¿a qué viene esta cena? —preguntó por fin mi padre

—No te preocupes —exclamó enseguida Maggie dirigiéndose a su novio, que estaba quitándose el abrigo.

—A nada, solo por disfrutar de estar en familia —contesté yo.

—Es una razón más común —intervino Michel— y, por lo tanto, del todo lógica. Estadísticamente hablando, me refiero.

—Podríamos haber cenado en mi casa —replicó papá.

—Sí, pero no nos habríamos reído tanto —argumentó Maggie—. ¿Puedo hacerte una pregunta? ¿Era rica mamá cuando os conocisteis?

—¿Cuando teníamos diecisiete años?

—No, más tarde, cuando volvisteis a encontraros.

—Ni a los diecisiete, ni a los treinta, ni nunca, de hecho. Ni siquiera le alcanzaba el dinero para coger el autobús en la estación a la que fui a recogerla… cuando volvimos a encontrarnos —añadió pensativo—. Puede incluso que no me hubiera llamado aquella noche de haber tenido en el bolsillo algo más que las pocas monedas que le quedaban al bajar de ese tren al anochecer. Bueno, creo que es hora de que os haga una confesión, hijos, y tú, Fred, puesto que aún no eres de la familia, te ruego que no se lo cuentes a nadie

—¿Qué confesión? —quise saber yo.

—Si te callas, te lo podré contar. Adornamos un poco las circunstancias en las que reanudamos nuestra relación. Vuestra madre no reapareció milagrosamente, loca de amor por mí después de darse cuenta de que yo era el único hombre que valía la pena de entre todos los que había conocido en su vida, como os hemos contado alguna vez.

Comments off

Octubre de 2016, Beckenham

Llevábamos media hora en la mesa y Maggie seguía sin anunciarnos su boda con Fred, ese tipo alto tan simpático que regentaba un gastropub en Primrose Hill. Michel estaba encantado, por dos motivos. Primero, porque le hacía mucha gracia el nerviosismo de nuestro padre, que se agitaba en su silla y apenas había probado un bocado de pizza. Para que Ray no cenara tenía que estar de verdad distraído por algo, y Michel sabía muy bien por qué. Pero por lo que se alegraba más aún era porque a él Fred no le parecía tan simpático. La manera en que lo trataba, su hipócrita solicitud, lo incomodaban. Era como si se creyera superior a él. La cocina de su pub era buena, pero a Michel no le entusiasmaba tanto como los libros que devoraba en la biblioteca. Conocía casi todos los títulos y las secciones a las que pertenecían. Aunque eso no tenía nada de extraordinario, pues era él quien los guardaba en su sitio en los estantes. A Michel le gustaba mucho su trabajo. Siembre reinaba el silencio, y pocos trabajos podían ofrecer esa tranquilidad. Los lectores eran por lo general bastante amables, y encontrarles lo antes posible lo que buscaban le hacía sentirse útil. Lo único que le molestaba era ver los libros abandonados sobre las mesas al terminar la jornada. Por otro lado, si los lectores fueran ordenados, tendría menos trabajo. Era lógico.

Antes de que le confiaran ese empleo, Michel trabajaba en un laboratorio. Consiguió el puesto gracias a las notas obtenidas en el examen de último curso en la universidad. Tenía un don para la química, la tabla periódica de los elementos era para él la fuente de un lenguaje evidente. Pero su empeño en experimentar con todas las posibilidades puso fin, en aras de la seguridad, a una corta carrera que se anunciaba prometedora. Papá protestó por la injusticia y criticó la estrechez de miras de sus jefes, pero fue inútil. Tras una época en la que vivió recluido en su casa, Michel recuperó la alegría de vivir al conocer a Véra Morton, directora de la biblioteca municipal. Ella le dio una oportunidad, y él se impuso el deber de no defraudarla jamás. La facilidad con la que se puede hoy en día investigar por Internet había repercutido en el número de usuarios de la biblioteca, a veces pasaba un día entero sin que acudiera un solo lector, pero Michel aprovechaba entonces para leer tratados de química o, y esta era otra de sus pasiones, biografías.

Observaba a mi padre en silencio desde el principio de la cena. Maggie, en cambio, no paraba de hablar, para no decir nada, de hecho, o al menos nada que justificara ese monopolio de la palabra. Y su locuacidad preocupaba mucho a Michel. Que estuviera tan estresada tal vez presagiaba un anuncio que no tenía ganas de escuchar. Cuando Maggie se sentó frente a papá y le cogió la mano, Michel debió de pensar que probablemente lo hacía para engatusarlo. Maggie no era muy dada al contacto físico. Cada vez que la abrazaba, al saludarla o al despedirse de ella, se quejaba, protestando por que no la dejaba respirar. Y eso que Michel ponía cuidado en no abrazarla demasiado fuerte. Concluyó que se trataba de una treta para acortar sus abrazos, y si no le gustaba abrazar a su propio hermano, ello demostraba que su teoría era acertada.

Comments off

Octubre de 1980, Baltimore

Lo que le quedaba por hacer era igual de delicado, a saber, cerrar y extraer la herramienta. May tuvo cuidado de no moverla al abrir el cajón.

Unas gafas, una polvera, un cepillo, un pintalabios, un bote de crema para las manos… ¿dónde estaba la maldita carpeta? Cogió un montón de documentos, los dejó en la mesa y se puso a estudiarlos uno a uno. La lista de invitados apareció por fin, y May sintió que se le aceleraba el corazón al pensar en el riesgo que suponía para ella añadir dos nombres a esa lista.

—Tranquila, May —murmuró—, ya casi lo tienes.

Echó un vistazo al reloj de pared, aún podía seguir allí quince minutos más sin exponerse demasiado. ¿Y si la señorita Verdier llegaba hoy antes al clímax?

—No pienses en eso, no recorre todo ese trecho para privarse de los preliminares, si tuviera prisa, se satisfaría ella solita.

May miró la máquina de escribir que estaba sobre la mesa, una Underwood de las más clásicas. Colocó la hoja en el soporte, levantó la varilla y giró la rueda del interlineado. El papel se enrolló alrededor del rodillo antes de volver a aparecer.

May se dispuso a teclear los nombres falsos que quería añadir, uno para ella y otro para Sally-Anne y, debajo, la dirección del apartado de correos que habían abierto la semana anterior en la estafeta central. No cabía duda de que, algún día, la policía examinaría de cerca esa lista, buscando en ella a los culpables del delito. Pero esos nombres falsos sin domicilio real no aportarían ninguna pista. Tecleó el primero, con cuidado de presionar suavemente las teclas para ahogar el traqueteo de los martillos que golpeaban la cinta entintada. Después manipuló con sumo cuidado la palanca del carro, tratando de evitar el tintineo que acompañaba el cambio de línea. Pese a todo sonó.

—¿Señorita Verdier? ¿Ha vuelto usted ya?

La voz llegó de la habitación contigua. May se paró, petrificada. Se arrodilló despacio y se acurrucó en posición fetal debajo del escritorio. Oyó acercarse un ruido de pasos, la puerta se entreabrió, y el señor Stanfield, con la mano en el picaporte, asomó la cabeza.

—¿Señorita Verdier?

El despacho estaba tan ordenado como siempre, su secretaria era la encarnación del orden, y apenas se fijó en la máquina de escribir. Menos mal, pues la señorita Verdier nunca se habría ausentado dejando una hoja en el carro. Se encogió de hombros y cerró la puerta, mascullando que serían imaginaciones suyas.

Tuvieron que pasar varios minutos para que a May dejaran de temblarle las manos. En realidad, le temblaba el cuerpo entero, nunca había tenido tanto miedo en su vida.

El tictac del reloj de pared le hizo recuperar el aplomo. Como mucho le quedarían unos diez minutos. Diez minutitos de nada para teclear el segundo nombre y la dirección que lo acompañaba, dejar la hoja en su lugar, cerrar el cajón con llave, extraer la ganzúa y abandonar la casa antes de que volviera la secretaria. May se había retrasado, ya debería haberse reunido con Sally-Anne, que estaría muerta de preocupación.

—Concéntrate, maldita sea, no tienes ni un segundo que perder.

Una tecla, otra más, y otra… Si el viejo de al lado oía el traqueteo del teclado esta vez no se contentaría con una mirada furtiva.

Listo. Ya solo le quedaba hacer girar el rodillo y liberar la hoja. Dejarla exactamente en su sitio entre el montón de documentos, alinearlos bien en bloque, sobre la alfombra para no hacer ruido. Guardarlos en el cajón y cerrarlo, contener la respiración al girar la ganzúa, oír el clic de los pistones, nada de eso es fácil cuando te late el corazón hasta en las sienes y se te perla la frente de sudor… Un milímetro más.

—No pierdas la calma, May, si se bloquea la ganzúa, todo se va al traste.

Y se le había bloqueado muchas veces en los ensayos.

La extrajo por fin, se la guardó en el bolsillo, cogió de paso el pañuelo de papel y se enjugó la palma de la mano y la frente. Si el mayordomo la veía irse empapada en sudor, sospecharía.

Comments off

Octubre de 1980, Baltimore

Con aire contrito, la invitó a sentarse en un sillón. La señorita Verdier había salido, solo un momento, añadió, antes de precisar que seguramente no tardaría en volver. Le ofreció un refresco. May le dio las gracias, pero no tenía sed. El mayordomo se retiró dejándola sola en esa opulenta habitación, contigua al despacho de la secretaria del señor Stanfield.

En el saloncito había un velador entre dos sillones de terciopelo, a juego con las cortinas de las ventanas. Una alfombra de Aubusson decoraba el parqué oscuro de haya, las paredes estaban revestidas de madera y del techo colgaba una pequeña araña de cristal.

Presentarse, subir la gran escalera hasta la primera planta y recorrer el largo pasillo que dominaba el vestíbulo hasta llegar al salón le había llevado diez minutos. Era indispensable que abandonara la casa antes de que volviera la secretaria, ninfómana a ratos. La idea de lo que estaba haciendo en un turbio salón de masajes del centro debería haberla divertido, Sally-Anne y ella se habían reído de ello mientras ensayaban su plan. Pero ahora que tenía que entrar en su despacho y cometer un allanamiento que la pondría de facto fuera de la ley, se sentía insegura. Si la sorprendían, llamarían a la policía, y esta no tardaría en atar todos los cabos. Ya no la acusarían de una simple intrusión. Pero no debía pensar en eso, ahora no. Tenía la boca seca, debería haber aceptado el vaso de agua que le había ofrecido el mayordomo, pero habría perdido demasiado tiempo. Ponerse de pie y dirigirse a esa puerta. Girar el picaporte y entrar.

Eso fue exactamente lo que hizo, con una determinación que la dejó pasmada. Actuaba como un autómata programado para ejecutar una tarea muy precisa.

Una vez dentro, cerró la puerta suavemente. Era muy probable que el señor de la casa estuviera en la habitación contigua, y no ignoraba que su asistente se ausentaba a esa hora.

Recorrió el despacho con la mirada, asombrada por la moderna decoración, que contrastaba con la del resto de las habitaciones de la casa que ella conocía. Una reproducción de un cuadro de Miró decoraba la pared frente a un escritorio de madera clara. Bien pensado, puede que no fuera una reproducción. No tenía tiempo de acercarse para averiguarlo. Apartó el sillón, se arrodilló delante de la cajonera y se sacó del bolsillo la ganzúa escondida en un pañuelo de papel.

Se había entrenado mil veces en un mueble del mismo tipo para aprender a forzar la cerradura sin romperla. Una cerradura de tambor de levas modelo Yale, para la que un conocido de Sally-Anne le había recomendado y vendido una ganzúa palpadora de cabeza de medio diamante. De ángulo amplio en el extremo y estrecho en la base, fácil de introducir y de sacar. Recordó la lección: evitar raspar el interior para no desprender ninguna limadura de hierro, que bloquearía el mecanismo y dejaría señales del delito; sostener el mango en horizontal con respecto al bombín, introducir despacio la ganzúa, palpar los pistones, aplicando sobre cada uno una suave presión para levantarlos sin estropearlos. Sintió que el primero llegaba a la línea de corte, avanzó despacio la cabeza de la ganzúa hasta levantar el segundo y, después, el tercero. May contuvo la respiración e hizo girar lentamente el rotor de la cerradura, liberando por fin el cajón.

Comments off

Octubre de 1980, Baltimore

La moto subía la ladera de la colina. Cada vez que Sally-Anne aceleraba, la rueda trasera salpicaba barro. Unas cuantas curvas más y se vería la casa. May no tardó en divisar a lo lejos las elegantes verjas negras, rematadas en puntas de metal labrado, que protegían la propiedad de los Stanfield. Cuanto más se acercaban, más fuerte se agarraba May a la cintura de Sally-Anne, y lo hizo con tanta fuerza que esta se rio, gritándole al viento:

—Yo también tengo miedo, pero por eso mismo es tan estimulante esta aventura.

El ronroneo del motor de la Triumph era demasiado potente para que May oyera la frase entera, solo le llegaron las palabras «miedo» y «estimulante», y eso era exactamente lo que ella sentía. Seguramente era eso lo que definía una relación perfecta, estar en la misma onda que la otra persona.

Sally-Anne cambió de marcha, inclinó la máquina para tomar la última curva, de ciento ochenta grados, aceleró y se incorporó al salir de la curva. Dominaba la Triumph con una agilidad que haría palidecer de envidia a cualquier motero. Última línea recta, ahora la casa se distinguía claramente en lo alto de la colina. Con su peristilo pretencioso, dominaba el valle entero. Solo los nuevos ricos y los advenedizos apreciaban un lujo tan ostentoso, y sin embargo los Stanfield se contaban entre las familias de notables más

antiguas de la ciudad, habían participado incluso en su fundación. Corría el rumor de que habían empezado a amasar su fortuna explotando a los esclavos que cultivaban sus tierras; otras voces, por el contrario, sostenían que habían sido de los primeros en liberarlos, y que algunos miembros de la familia habían pagado ese hecho con su propia sangre. La historia variaba según el barrio en el que se contara.

Sally-Anne dejó la Triumph en el aparcamiento reservado a los empleados. Apagó el motor, se quitó el casco y se volvió hacia May, que se estaba bajando de la moto.

—Tienes justo delante la puerta de servicio, llama y di que has quedado con «la señorita Verdier».

—¿Y si está en casa?

—Si así fuera, tendría el don de la ubicuidad, porque esa mujer que se dirige al Ford negro que ves allá es precisamente la señorita Verdier. Ya te lo he dicho, todos los días a las once se toma un descanso, se sube a su precioso coche y se va al centro a darse un masaje… Bueno, es una manera de hablar, porque no se limita a darse un masaje.

—¿Y cómo sabes tú eso?

—La he seguido lo bastante estas últimas semanas, y cuando te digo que la he seguido, créeme que ha sido muy de cerca, así que puedes quedarte tranquila.

—No habrás llevado el vicio hasta…

—No tenemos tiempo para charlas, May, a Verdier le cuesta llegar al clímax, pero dentro de cuarenta y cinco minutos habrá tenido su orgasmito matutino y, después de tomarse un sándwich de beicon y una Coca-Cola en el bar de al lado para recuperar fuerzas, volverá corriendo. Y, ahora, venga, te sabes el plan de memoria, lo hemos ensayado mil veces.

May se quedó plantada delante de su amiga; Sally-Anne notó que le faltaba seguridad, así que le dio un abrazo, le dijo que era preciosa y que todo saldría bien. La esperaría en el aparcamiento.

May cruzó la carretera y se plantó delante de la puerta de servicio, aquella por la que entraban en la casa los periódicos, la comida, la bebida y las flores, así como todo lo que la señora Stanfield o su hijo compraban en la ciudad. Con mucha educación le anunció al mayordomo que acudió a abrir que tenía cita con la señorita Verdier para una entrevista. Como había previsto Sally-Anne, impresionado por la autoridad natural que le daba el acento británico que acababa de imitar, el empleado no le preguntó nada y se limitó a hacerla pasar. Comprendió que había llegado con antelación a su cita, y como no procedía hacer esperar en el vestíbulo a alguien de su condición, la llevó, como también había previsto Sally-Anne, a un saloncito de la primera planta.

Comments off

Next entries » · « Previous entries